_
_
_
_
_
Tribuna:EL FIN DE UN PAPADO | La opinión de los expertos
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La política exterior de Juan Pablo II

Lo primero que se percibe al valorar en su conjunto la política exterior de Juan Pablo II es una desbordante actividad y un profundo compromiso ético. Al comienzo del Pontificado, la Santa Sede mantenía relaciones diplomáticas con 90 Estados y hoy lo hace con 174, casi el doble, y con todas las principales organizaciones internacionales. El Papa ha realizado 104 viajes oficiales en los que ha visitado 130 países y ha recibido en el Vaticano a 737 jefes de Estado y 245 Primeros Ministros.

También destaca la rara coincidencia de que un largo Papado (el tercero más largo de la historia de la Iglesia, tras los de Pío IX y, se supone, San Pedro) haya abarcado un periodo de profundo cambio de horizonte histórico en su totalidad. Basta recordar lo distinto que es ahora el mundo globalizado a como lo era en 1978, en pleno "sistema de bloques", en el que, además, términos como Internet o CNN hubieran resultado todavía ininteligibles. La política exterior de Juan Pablo II ha conseguido guiar a la Iglesia con dos significativas señas de identidad: la paz y la defensa de la justicia social.

La preocupación por el devenir de Europa es una de sus características más genuinas
Juan Pablo II ha guiado la Iglesia con dos señas de identidad: la paz y la justicia social
Más información
La Iglesia honra a Juan Pablo 'el Grande'

La política exterior de Juan Pablo II ha aspirado a recuperar esa "primacía moral", especialmente en el ámbito de la diplomacia multilateral, prefiriendo mantener en Naciones Unidas y en otras organizaciones internacionales un estatuto de observador reforzado, que le permitiera inspirar la política internacional e influir a largo plazo en los procesos de cambio histórico, evitando, en lo posible, confrontaciones directas con los Estados.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

En consecuencia, la Santa Sede ha venido abogando por un reforzamiento de Naciones Unidas y por la reforma del Consejo de Seguridad, aspirando ante todo a la "refundación" del Derecho y de las relaciones internacionales sobre la base del Derecho Natural y no sólo sobre las Declaraciones Universales de Derechos, que Juan Pablo II ha considerado más aleatorias y mutables.

El constante apoyo a un mundo en paz y más justo ha encontrado reflejo en respaldos a iniciativas como la del presidente Lula contra el hambre y la pobreza o la española de la alianza entre civilizaciones.

Este recurso al Derecho Natural ha sido la base de las posiciones adoptadas por la Santa Sede en materia de bioética y de defensa de la vida; así como en favor del arreglo pacífico de las controversias internacionales, rechazando el concepto de "guerra preventiva". Esto no ha implicado de ningún modo un pacifismo a ultranza; no hay que olvidar que fue el propio Juan Pablo II el principal impulsor del concepto de "intervención humanitaria" cuando se supo lo ocurrido en Srebrenica.

El segundo gran pilar de la política exterior de Juan Pablo II ha sido Europa. Se dice que en cierta ocasión, paseando por los jardines vaticanos, un cardenal prolongaba más de lo prudente al Pontífice una exposición sobre los males que aquejan al mundo. Juan Pablo II le habría cogido del brazo y le habría dicho: "Eminencia, ¡Europa, Europa, Europa!".

En ese sentido, su preocupación por el devenir de Europa constituye una de las características más genuinamente específicas de la política exterior de este Papado. Es más, parece que la elección de Juan Pablo II se hizo en gran parte para realizar este programa diseñado por el primado de Polonia, Cardenal Wyschinski, y el arzobispo de Viena, Cardenal König, que suponía un salto cualitativo respecto a la defensa de la "Iglesia del silencio" de Pablo VI o la Ostpolitik del Cardenal Casaroli, y cuyos resultados se han visto en la caída del Muro de Berlín.

El último "acto" de este programa ha sido la insistencia con la que Juan Pablo II ha abogado por la inclusión del término "raíces cristianas" en la redacción de la Constitución Europea. En este asunto se ha vuelto a demostrar una vez más que el mantenimiento de los principios y la flexibilidad no han estado nunca reñidos en la política exterior de Juan Pablo II. En su último gran discurso público, el que tuvo lugar ante el Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede el pasado enero, el Pontífice se refirió muy elogiosamente a la Constitución para Europa que por entonces ya había sido firmada en Roma.

El que Juan Pablo II haya gobernado la Iglesia desde Europa no ha significado en absoluto un abandono de otras áreas geográficas, en particular de Iberoamérica. Al final del Pontificado, América supone casi el 50% de los 1.100 millones de católicos y es donde el Pontífice ha realizado mayor número de viajes apostólicos. La política exterior de Juan Pablo II ha considerado el hemisferio como un conjunto, gracias a la estrecha cooperación existente entre la Conferencia Episcopal de Estados Unidos y las restantes iberoamericanas. América es donde la Iglesia presenta mayor crecimiento y vitalidad.

La tercera gran prioridad de la política exterior de Juan Pablo II ha sido el desarrollo del Ecumenismo con las demás religiones monoteístas, con especial énfasis, sobre todo al final del Papado, en la relación con el Islam.

La relación con la Iglesia rusa ha constituido el centro de la estrategia ante el mundo ortodoxo. Una de las pocas frustraciones de Juan Pablo II ha sido no haber podido realizar una visita apostólica a Moscú. Ante la Iglesia Ortodoxa rusa, la Santa Sede ha mantenido un "activismo prudente". La Santa Sede percibe como notable dificultad en la relación mutua el que la Iglesia Ortodoxa en Rusia no haya pasado por un proceso de modernización como lo ha hecho la Católica con el Concilio Vaticano II y muestre además grandes recelos e, incluso, temor ante la vocación y el potencial evangelizador de la Iglesia Católica, que contrasta con la posición tradicionalmente mucho más introspectiva de las Iglesias ortodoxas. El gran logro de Juan Pablo II ha sido, sin embargo, conseguir instituir y mantener un diálogo con Moscú. La prudente posición de la diplomacia vaticana en la reciente crisis en Ucrania pretendía, entre otras cosas, no estropear lo ya conseguido.

La Iglesia anglicana sí es para la Santa Sede una Iglesia moderna, y en este sentido el diálogo ha resultado más fácil, a pesar de que hayan surgido diferencias teológicas graves, sobre todo en lo referente al papel de la mujer en la Iglesia y en la aceptación de la homosexualidad. Juan Pablo II ha asentado una buena relación del entendimiento ecuménico entre las dos Iglesias.

Se han producido también intentos de aproximación hacia la religión judía, habiendo pedido Juan Pablo II perdón públicamente por actuaciones anteriores, pero sin renunciar a una posición independiente ante el conflicto israelo-palestino. La Santa Sede mantiene una gran capacidad de "capilarización" en Oriente Medio, donde, además de la paz, el objetivo fundamental es la defensa de las minorías cristianas, especialmente en Líbano e Irak, y la presencia cristiana en los Santos Lugares.

Dentro de esta política ecuménica, la relación con el Islam ha tenido una importancia fundamental en la última fase del Papado. La ausencia de una jerarquía islámica ha dificultado encontrar interlocutores válidos. Aquí es donde se habría podido apreciar cierta falta de homogeneidad en el interior de la diplomacia vaticana, entre aquellos que abogan por una posición "asertiva" y los que abogan por una política de acercamiento a largo plazo. Quizás este último grupo sea el que esté poco a poco adquiriendo más peso, como se está viendo por ejemplo en la progresiva evolución de la posición de la Santa Sede ante el eventual ingreso de Turquía en la Unión Europea.

Sin embargo, los éxitos de la política exterior de Juan Pablo II no hubieran sido posibles si no se hubiera contado con un grupo muy reducido de funcionarios (algo más de 2.000 en todo el Vaticano), cuya procedencia es, sin embargo, global y cuya organización interna es esencialmente meritocrática. Juan Pablo II ha sabido crear sin que se note un equipo muy homogéneo, especialmente en la Secretaría de Estado, altamente cualificado, proveniente de la escuela del Cardenal Casaroli (de ellos, un número considerable son bien conocidos españoles). Aquí se ha visto una vez más el sentido eminentemente práctico del Pontífice, consciente de que las buenas ideas poco valen si no se tiene el equipo humano para realizarlas.

La gran virtud de la política exterior de Juan Pablo II ha sido por lo tanto saber interpretar un periodo de radical cambio de horizonte histórico y haber sabido seleccionar un conjunto reducido pero esencial de prioridades para dejar a la Iglesia lo mejor orientada posible ante el nuevo mundo emergente del siglo XXI.

Miguel Ángel Moratinos es ministro de Asuntos Exteriores.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_