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Columna
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La muerte no existe

Rafael Argullol

El pasado 13 de febrero murió en un accidente de coche en Benarés Vidya Nivas Mishra, uno de los más destacados pensadores de la India. Tenía 77 años y, aunque lo conocí sólo en los últimos tiempos, mi vínculo con él fue lo suficientemente intenso como para escribir un libro conjunto, editado en 2004, Del Ganges al Mediterráneo. Conocida la noticia de su fallecimiento a través de Óscar Pujol, auténtico impulsor del citado libro, no he podido dejar de pensar en ese "ha muerto" para alguien que con gran convicción rechazaba la idea de muerte.

De hecho el diálogo con Mishra, tan cordial, no fue intelectualmente fácil y mucho menos al tratar de cuestiones limítrofes. Ahora que se habla con tanta impunidad del "multiculturalismo" es todavía más pertinente recordar la dificultad de la conversación entre tradiciones si se quiere ir más allá de lo diplomáticamente conveniente, lo académicamente rentable o lo políticamente correcto. Hay que viajar por demasiados círculos para que el viaje sea sencillo. Únicamente para encontrar la equivalencia de dos palabras es necesario superar barreras conceptuales y rituales que desbordan las meramente lingüísticas.

El 13 de febrero murió Vidya Nivas Mishra en Benarés. No he podido dejar de pensar en ese "ha muerto", que anunció Óscar Pujol para alguien que con gran convincción rechazaba la idea de muerte

A este respecto hay algo duramente simbólico en el hecho de que, tras un prolongadísimo esfuerzo de traducción mental e idiomática, Óscar Pujol haya terminado su diccionario sánscrito-catalán en la misma semana en que se ha producido el accidente de Mishra, su maestro en la Universidad de Benarés. Si creyera en el azar, debería pensar que este diccionario, de próxima publicación, encierra las claves de aquel cúmulo de circunstancias que me llevaron a ser, primero por carta y luego oralmente, el interlocutor de Vidya Nivas Mishra.

Acuden a mi memoria muchos momentos de este diálogo de Benarés en diciembre de 2000. Antes que nada la liturgia: pese a habernos intercambiado cartas a lo largo de dos años, nuestra conversación tuvo que superar el inicial escollo ritual. Como había quedado claro de antemano que no se trataba de convencernos mutuamente ni de hacer proselitismo -para Oriente o para Occidente-, hubo que crear lo que Mishra denominaba una "atmósfera de amistad". Esto llevó varios días. Puesto que ir al grano era una grosería y una incomprensión, había que avanzar pausadamente. No teníamos todo el tiempo del mundo, pero debíamos actuar como si lo tuviéramos.

Afortunadamente Óscar Pujol, el mediador, conocía la forma de ritualizar la "atmósfera de amistad" desde los dos lados, desde el lado de un brahmán tradicional y tolerante de la Ciudad Santa como Vidya Nivas Mishra y desde el mío. Tras los escarceos e inseguridades iniciales, aprendimos a desarmarnos lo suficiente como para mostrarnos receptivos a los argumentos del otro y, con el paso de los días, el curso de nuestros encuentros se hizo tan fluido que llegamos a realizar sesiones corales, con amigos de Mishra acudiendo a su casa para intervenir en una improvisada tertulia. Tengo especialmente viva la imagen de un atardecer en el que acudió a la reunión el gurú de Mishra, un hombre que superaba los 90 años y que sólo hablaba en hindi -a veces también en sánscrito-, pero al que no hacía falta traducir para comprender lo que quería expresar.

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Quizá Vidya Nivas Mishra encontró de cierta utilidad algunas de las cosas que yo le conté. Por mi parte aprendí mucho de él. También le envidié: por ejemplo, que se refiriera siempre a "nosotros" como si su voz representara naturalmente a una tradición que se había desplegado durante 3.000 años sin interrupciones. Para Mishra, los Vedas y las Upanishads eran tan íntimos como su respiración. Yo, en cambio, era únicamente yo y formaba parte de una cultura que se había construido a través de continuas rupturas.

Entre lo mucho que aprendí, quisiera recordar tres conversaciones que ahora iluminan lo acontecido. En la primera hablamos de la facilidad india para intercambiar los papeles entre lo que nosotros llamamos sujeto y objeto. Mishra me dijo: "Usted diría que bebe agua, mientras que yo pienso que el agua entra en mí". Después hizo un juego lógico semejante acerca de la relación entre la vida y la muerte.

En la segunda conversación yo apreciaba, una vez más, la capacidad india para descentralizar las concepciones. No hay centros, sino sólo periferias. Me hizo ver que ellos siempre han creído en la multiplicidad de los mundos y que por eso en la India se pasa fácilmente de la metafísica antigua a la física moderna. En Occidente lo hemos centralizado todo, incluso la muerte, que pierde importancia si se ve únicamente como una periferia más de lo que creemos que es la vida.

Habiendo insistido yo, en el tercer diálogo que ahora recuerdo, en el inconformismo occidental frente a la muerte como un fundamento de nuestro arte y nuestros pensamientos, Mishra se rió y acercándose a mí, como si ya pudiera hacerme confidencias dada la "atmósfera de amistad" creada, aseguró: "¿La muerte? Nosotros opinamos que no merece la pena luchar contra lo que no existe".

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