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Reportaje:APROXIMACIONES

¿Cuándo el diablo se queda con el alma?

Rafael Argullol

Goethe, como escritor, tuvo la inusitada fortuna de conseguir acabar su "obra de toda la vida", Fausto, unos meses antes de morir a los 82 años. Frente a la crónica de tantas obras inacabadas parece que incluso en esto el poeta alemán mostró una extraña capacidad de previsión. Una tarea, desde luego, nada fácil si se tiene en cuenta que vivió literariamente acompañado de Fausto durante más de medio siglo. Pero al final no sólo logró terminar su libro sino que encontró una solución para uno de los más difíciles retos que se puede plantear un autor: ¿cómo encarnar, en efecto, a ese "instante más hermoso" que temerariamente su héroe se exige en el momento de su inicial pacto con el demonio? Pocas veces en la historia de la literatura alguien se había puesto una trampa argumental tan insuperable. A Goethe le costó cinco décadas dar con la solución.

Fausto gozará de su existencia a lo largo de veinticuatro años, tras los cuales perderá alma y cuerpo

Sin embargo, en este riesgo se descubre la envergadura del desafío de Fausto, el peligro de cuya apuesta no estriba tanto en la caída en la nigromancia ni en su desmedida ambición de conocimiento ni en su apetito sensual sino, y muy precisamente, en la invitación que se hace a sí mismo de llegar a un instante de felicidad o, visto desde el otro ángulo, de reposo tras una agitación permanente que, según él mismo ha lamentado, le ha hecho ir del deseo al placer para, rozado el placer, consumirse por el deseo. Al formularlo de esta manera Goethe, desde un punto de vista literario, quedaba sonoramente comprometido.

Lo más interesante es que no lo necesitaba en modo alguno si quería continuar una tradición que, con sus altibajos, tenía ya un par de siglos. El Fausto renacentista más alocado que el suyo, nunca había tenido tanta audacia. A Goethe le hubiera podido bastar la reinterpretación moderna de una figura ya de por sí limítrofe en sus conductas y tentativas. Además, que el personaje Fausto tenía un enorme alcance mítico era algo que habían adivinado bastantes de sus contemporáneos si tenemos en cuenta que en la época del Sturm und Drang, entre 1760 y 1780, se escribieron más de veinte libros sobre el tema.

En repetidas ocasiones Goethe aseguró que en la infancia se había familiarizado con Fausto gracias a los polichinelas y teatros de marionetas, con el dúo del sabio y el diablo haciendo travesuras más o menos bufonescas para regocijo de los niños. Él mismo, luego, nunca olvidó incorporar esa atmósfera de farsa a su drama. Pero Goethe no ignoraba, tampoco, los precedentes trágicos -más bien tragicómicos- en los que se había cimentado la historia literaria de Fausto.

Como ocurre siempre la silueta

ya estaba dibujada en la atmósfera antes de que el nombre empezara a respirar. El Renacimiento, por su propio talante espiritual, debía engendrar necesariamente una leyenda como la de Fausto. Todos los ingredientes estaban dispuestos para alimentarla, y también los hombres. Es suficiente recordar lo que escribían los Leonardo y Paracelso, los Bruno y Bacon, y lo que mitificadoramente se escribió sobre ellos, agigantándolos o demonizándolos, para tener una idea de hasta qué punto, antes o después, pero pronto, se alumbraría una "historia inmortal". Afortunadamente el alumbramiento se produjo con enorme belleza literaria.

Un parto en dos tiempos y en dos países. En 1587 apareció el llamado Faustbuch, Historia del doctor Johann Fausto (recientemente reeditado por Siruela en la espléndida edición de Juan José del Solar), un libro anónimo en el que, con una introducción moralizadora, se desarrollan desprejuiciadamente los rasgos fundamentales del perfil de Fausto. Harto de limitaciones éste se erige ya en un doble transgresor que exige conocerlo todo y sentirlo todo. El Faustbuch es un gran texto que antecede en sólo cuatro años la fulgurante recepción de la historia en un texto todavía mayor, La trágica historia del doctor Fausto de Christopher Marlowe, una obra notablemente fiel al anónimo alemán pero más libre y más cortante. "Él no tiene más Dios que su ambición" le hace decir Marlowe a su Fausto, un tono y una calidad poética para nada inferiores a los que reverenciamos en su coetáneo Shakespeare.

Tanto el autor de Faustbuch como Marlowe aceptan la condena eterna del héroe una vez transcurrido el plazo convenido en el contrato demoniaco, aunque, sobre todo el segundo, sin ocultar una oblicua simpatía por esa "sangre fáustica, loca de mundo". Pero uno y otro, el texto inglés siguiendo a su precedente alemán, aceptan una duración temporal concreta: Fausto gozará plenamente de su existencia a lo largo de veinticuatro años, tras los cuales perderá alma y cuerpo. Expirado el contrato, empieza el infierno. Siempre cabría el consuelo de considerar que en veinticuatro años de plenitud se contienen muchas eternidades. Ni Marlowe ni su predecesor se tendían literariamente trampa alguna al fijar los términos del pacto con Mefistóteles.

No obstante, al contrario de

ellos, Goethe se sintió movido a hacerlo seguramente porque, desde el principio, se empeñó en salvar a su héroe y, para hacerlo, se exigía una solución que fuera más allá del puro egoísmo, aunque lleno de grandeza intelectual y sensorial, del modelo anterior. Pero esta solución se retrasó años y años mientras Fausto se atravesaba constantemente en su trayecto. Desde luego con su primer Fausto (la Primera Parte de la obra se publicó en 1808) nunca la habría alcanzado: demasiado neurótico, un hombre atrapado en el círculo de su insatisfacción, alguien, por tanto, incapaz de percibir la plenitud por más que fantasee constantemente con ella. El "instante tan hermoso" pasaría por delante de sus narices sin que él ni siquiera llegara a presentirlo.

De ahí la obsesión de Goethe para dotar a su personaje de rasgos más prudentes y pacientes. En la segunda parte de la obra el paso del tiempo es decisivo y Fausto, en lugar de estar pertrechado en una perpetua juventud, avanza por los años a ritmo humano, experimentando en su propia experiencia y sin esperar a que la dicha sea como un tesoro que pueda ser saqueado o una fortaleza que deba ser tomada por asalto. Será, en consecuencia, el ya anciano Fausto el que es capaz de evocar el "instante tan hermoso", pero no al recoger su propio botín de placeres y conocimientos sino, en giro condicional, al vislumbrar a un hombre esforzado en conquistar su libertad cada día. La posibilidad de la plenitud es, entonces, su misma provisionalidad.

Éste sería, en definitiva, el hermoso instante. El diablo, por tanto, ya puede quedarse con el alma del moribundo Fausto. Pero llegado a ese momento, paradójicamente, Fausto ha dejado de ser un individuo que evoca para ser ("sólo merece la vida y la libertad quien sabe conquistarla a diario") una evocación. Algo mucho más imbatible, incluso para el demonio.

Escena de 'La condenación de Fausto', de La Fura dels Baus, en el Festival de Salzburgo de 1999.
Escena de 'La condenación de Fausto', de La Fura dels Baus, en el Festival de Salzburgo de 1999.FRANZ NEUMAYR

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