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Tribuna
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La Europa hundida

Ahora que nos hemos pronunciado sobre la Constitución europea, sobre lo que ganábamos o lo que arriesgábamos votando sí, votando no o absteniéndonos, es preciso no olvidar en qué se fundó el proyecto de Unión. Hace meses leí un volumen discutible e interesante (como todos lo suyos) de Tzvetan Todorov. Se titulaba El nuevo desorden mundial. Frente a la firmeza americana (ya saben: el poder duro), Todorov apostaba por una Europa como "potencia tranquila", dotada de valores y de virtudes que serían fruto de su herencia cultural, pero también de su pasado horrible: de los ensañamientos de un Viejo Continente que fue imperialista y dejó de serlo. La idea era bienintencionada, pero debatible, pues el pasado horrible de Europa no sólo es el de las violencias ocasionadas, sino también el de las abdicaciones, el de las inacciones, el de las irresponsabilidades o miopías de sus políticos y sus ciudadanos. Me explicaré con un ejemplo de ahora mismo.

He visto El hundimiento y, como ya han dicho los críticos cinematográficos, no es una gran película, pero tiene aspectos que la hacen aleccionadora. Bruno Ganz desempeña a la perfección su papel, el de ese Hitler terminal, decrépito, con unos arranques de furia que son ya, para entonces, el pálido reflejo de un líder acabado, con las poses escenográficas del que estuvo acostumbrado a ejecutar gestos teatrales. Para quien no conozca lo que fue el desenlace de Hitler y los suyos, la película le dará pistas e informaciones sorprendentes. La hecatombe, la delirante espera de un final que se demora para daño, dolor y muerte de los propios alemanes, la ebriedad mórbida de un acabamiento que se prolonga haciendo de la derrota un acto sublime. En Los últimos días de Hitler, Hugh Trevor-Roper describía esa corte decadente y extraviada, enloquecida, sumida en la expectativa embriagadora de una matanza fatal, sin remedio. Beben copiosamente y unos a otros se muestran difidencia, el recelo incurable de quienes ya no pueden aguardar nada de la vida, de quienes se saben artífices de un fracaso apoteósico ¿Cómo vivir en un mundo sin nacionalsocialismo? Eso se preguntaba Magda Goebbels, aquella esposa fanática del lugarteniente hitleriano. La respuesta que se da en El hundimiento es que no hay más allá, que no hay provisión de futuro para quienes abrazaron la causa del Reich. Por eso, decide acabar con la vida sus hijos y, así, vemos en la pantalla cómo les hace ingerir uno a uno el veneno mientras están inconscientes. Tal vez no hacía falta una imagen tan explícita y sólo el horror sugerido de una madre matando a sus varios hijos habría bastado. Fue tanta la vesania de aquellos jerarcas que cualquier dato agranda nuestra repugnancia y nuestro desprecio y un acto insinuado es suficiente para mostrar la chifladura criminal. Sobra metraje y falta elipsis, en fin.

Fuera del Hitler encarnado por Bruno Ganz, tal vez lo más destacado de la película sea la representación de la Alemania futura, en este caso simbolizada por las figuras de la secretaria del Führer y de un niño perteneciente o simpatizante de las juventudes hitlerianas. Ambos escapan al final de su trágico destino hacia una ciudad devastada, cuando la hecatombe se ha consumado, cuando las fuerzas soviéticas ya han tomado Berlín. En principio son inocentes: el niño, que fue un joven nazi meritorio e instintivo, ha visto la muerte de sus padres y el horror sin sentido que se cierne sobre todos ellos y por esto se sacude el lastre que arrastra, la ignominia de la que ha participado en su inconsciencia, en su inocencia infantil; la muchacha, de veintitantos años, ha sido una fiel servidora, alguien que cumplía con sus obligaciones administrativas de mecanógrafa, alguien que admiraba al Hitler tierno de la intimidad y que se sofocaba con las cosas aterradoras que decía cuando se soliviantaba. ¿Dos jóvenes inocentes?

La chica no vio, no quiso ver, no creyó ver el horror al que favorecía con su abnegado servicio, pero, como admitirá muchos años después la auténtica secretaria del dictador, la juventud no puede ser excusa para pretextar ignorancia. El muchacho inexperto, que se había sumado al desenfreno nazi, era efectivamente un niño, pero... ¿cómo soportar después el recuerdo de su adhesión hitleriana, de su esforzada contribución de pionero? Son dos personajes que encarnan, claro, la suerte futura de la Alemania derrotada que debe rehacerse de su inacción o silencio o colaboración con un régimen de muerte. Son dos símbolos y, como tales, están en parte descarnados: han sido vaciados para ser completados después con atributos genéricos, metafóricos. ¿Qué hacer, pues? Como decía W. G. Sebald, la reconstrucción de Alemania se hizo en parte silenciando el propio dolor, el propio espanto de una ciudadanía que había abdicado de sí misma para entregarse a un sanguinario dictador y a su corte áulica. La película nos muestra esa adhesión inquebrantable de tantos, que se sumaron prescindiendo de cualquier sentido crítico. El film no nos muestra a las grandes masas uniformadas, sino a individuos que sin necesitar la sugestión de la muchedumbre renunciaron a sí mismos entregándose ciegamente. Con la secretaria de Hitler no estamos ante una degenerada que padeciera graves patologías, estamos ante una ciudadana europea (sí, digo bien, europea) que había dimitido de sí misma para entregarse a la irresponsabilidad, para no actuar contra un mal que tenía en la banalidad y en el silencio a sus principales aliados. La Europa criminal, la Europa hundida, se basó en ciudadanos corrientes que no se preguntaron acerca de lo que hacían o de lo que no hacían, esos ciudadanos que creyeron evitar así el infierno de sus responsabilidades.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia

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