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Gomorra, otra vez

Hace algún tiempo escribí, una vez, sobre Gomorra (véase EL PAÍS del 25 de diciembre de 2000), acerca de qué hacían los habitantes de la antigua ciudad para merecer, como Sodoma, una lluvia de azufre y fuego que les consumió, con horrible brevedad, convirtiéndolos en campos de ceniza. Se conocen los efectos de aquella ira de Dios, pero sólo la mitad de los motivos, los de Sodoma. Ha de decirse, sin embargo, que el castigo también resultó ser parcial. Algunos sodomitas, como es notorio, lograron sobrevivir encontrando intersticios de escape en aquel infierno derribado sobre ellos. Desde entonces el preferente gozo masculino fue obstinadamente difundido por todo el orbe.

En cambio, no sólo se desconoce qué hacían los gomorritas, en qué consistía aquello que despertó la cólera de Dios, sino que la falta de cualquier tradición de ejercicio y placer reconociblemente originada en Gomorra parece indicar que no hubo supervivientes. No debe descartarse que pudiera ser su mayor gravedad la que hizo, correspondientemente, que Dios extremase la devastación evitando así cualquier posibilidad de testimonio posterior. Hubo, hace ya mucho tiempo, alguna pesquisa para averiguar si existían, secretamente por supuesto, gomorritas entre nosotros, los humanos. Es el caso, por ejemplo, del gravísimo Pedro Damián (muerto en 1072), que en su Liber Gomorrhiani creyó ver en ciertas agrupaciones de clérigos indicios de gozos herméticamente transmitidos desde Gomorra. Con escaso predicamento, debe decirse. El papa Urbano II no se opuso al nombramiento como obispo de Orleans de un cura llamado Juan, pero conocido por todos como Flora. Aunque la posible conexión de todo ello con los sombríos herejes debidamente quemados en 1022 no puede ser establecida, uno tiene la impresión de que por endebles que sean las huellas, éstas revelan los sigilosos pasos de prudentísimos gomorritas.

Qué hacían los gomorritas, en qué consistía aquello que despertó la cólera de Dios

En el verano de 1943, la británica Royal Air Force (RAF), siguiendo el curso de bombardeos masivos sobre ciudades alemanas comenzado en febrero de 1941, decidió destruir la ciudad de Hamburgo y reducirla a cenizas. Con la colaboración, en este caso, de aviones estadounidenses, del octavo ejército, se iniciaron los bombardeos a tal efecto el 27 de julio a la una de la madrugada. Un total de 10.000 toneladas de bombas fue arrojado sobre la populosa ciudad. Casi inmediatamente se produjo un incendio de 20 kilómetros cuadrados con muchos alemanes dentro. Quizá, ahora, el lector no lo recuerde. Puede consultar el reciente informe de W. G. Sebald (1999, trad. española 2003) titulado Sobre la historia natural de la destrucción, expresión ésta que Sebald escuchó de viva voz a un desmemoriado lord Zuckerman, que después de los hechos visitó una de las ciudades, Colonia, destruidas por el impetuoso fuego, que como una roja marea había corrido igualmente por las calles de Hamburgo a 150 kilómetros por hora. En total, cuenta Sebald, él mismo también ahora alemán difunto, 600.000 civiles murieron, 3,5 millones de casas fueron arruinadas, 7,5 millones de personas quedaron sin hogar, y hubo 31,1 metros cúbicos de escombros por cada habitante de Colonia y 42,8 por cada uno de Dresde y...

En su tardío informe, Sebald no halla explicación al silencio de los supervivientes sobre lo acontecido. Como si, con las excepciones señaladas por Sebald, se aceptara el castigo como una retribución adecuada al mal que ellas mismas, las víctimas, hubieran propiciado. Como si, de pronto, el alto mando de la RAF y el bombardero jefe, sir Arthur Harris, hubieran discernido finalmente con claridad la inexistencia de límites, de bordes rugosos,

entre la sociedad alemana y el discurso ideológico del nazismo y su posterior práctica. Un tal hallazgo sobre la probabilidad colectiva del mal político y cultural es, por supuesto, inolvidable y no podrá ser eludido en el futuro. Lo difícil será, en todo caso, determinar el elenco de indicios sobre el surgimiento y la nutrición de la sociedad maligna. El 27 de julio de 1943, Harris ordenó la destrucción de Hamburgo erigiéndose, aunque sospechoso él mismo de tener un gusto por la destrucción en sí, en la mano de Dios. El resplandor vivísimo se vio a 70 kilómetros de distancia y la tierra dejó pasar por su vientre olas de vibraciones inmensas. Todo se había consumado. La, como se llamó, operación Gomorra había concluido. El resultado era indecible. Así, hasta hace poco, se mantuvo el silencio, como si el castigo de Dios no pudiera tener réplica. ¿Quién inspiró al alto mando de la RAF, a Harris, para que viera en Hamburgo a Gomorra? Había, pues, una culpa colectiva que sólo la extinción podía limpiar. Pero ¿por qué no Sodoma? ¿Acaso el alto mando, acaso Harris, conocían el secreto de los gozos de Gomorra y reconocieron algunas de sus prácticas en Hamburgo? ¿Cómo lo desvelaron, qué inteligencia se lo advirtió? Probablemente hayan muerto todos los que, colegiadamente, recibieron el beneficio de tal revelación y cumplieron con el mandato de aquella inmensa cólera. Nadie, pues, dirá nada. Quizá fue todo más simple y no hubo conocimiento de secreto alguno y se trató de un ardid para evitar la referencia a Sodoma y a sus muy conocidas prácticas, y dejar a salvo la exquisita etiqueta inglesa.

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Nadie podrá acusar al ya extinto alto mando de la RAF ni, por supuesto, a Harris, de bombardear alemanes con sodomía o porque los de Hamburgo fueran sodomitas. Se podía destruir, pues, sin ofender realmente a nadie.

Miquel Barceló es historiador.

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