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Europa, del mito a la realidad

José Antonio Martín Pallín

Europa ya era un mito antes de que los soñadores del futuro pensaran que era vital para las nuevas generaciones la construcción de una patria común que, partiendo de sus raíces del pasado, sirviese de escudo y remedio a los males endémicos que la historia nos mostraba descarnadamente.

Las generaciones formadas en las ideas de los grandes pensadores de la Ilustración no pueden comprender que entre el siglo XIX y el XX millones de ciudadanos con la sensibilidad afinada por los genios del pensamiento, de la música, de la pintura y de la literatura fueran capaces de enfrentarse en guerras de una ferocidad inimaginable que dejó sobre la tierra los cuerpos desgarrados de víctimas de su propia irreflexión y afán desmesurado de dominio.

Esta idea fecunda nació de la mente de los que tuvieron que recoger los despojos de la guerra y proyectar una esperanza hacia el futuro. Adenauer, Schuman y muchos otros, con ideologías distintas, diseñaron un futuro común que pudiera parecer puramente económico y deshumanizado. Sobre la inicial Comunidad del Carbón y del Acero y sobre el Tratado Constitutivo de Roma de 1957 se construyeron los primeros cimientos de una comunidad más amplia que ha ido creciendo en forma de anillos concéntricos, dando forma a esta realidad tangible que es la Europa de los ciudadanos y no exclusivamente de los comerciantes.

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Es posible que la prioritaria atención, en el pasado, fueran los espacios económicos del libre comercio, establecimiento o circulación de personas. En este momento nadie puede negar que los ciudadanos han adquirido el protagonismo legislativo que culmina con la Carta de Derechos Fundamentales de Niza y que ahora se incorpora al Texto Constitucional.

A los ciudadanos no tiene sentido explicarles si nos encontramos ante un Tratado o ante una Constitución. Lo verdaderamente trascendente no son los derechos, que ya están reconocidos en la práctica totalidad de los Estados miembros, sino las ventajas o inconvenientes que pudieran derivarse de un texto refundido de todas las decisiones que gradualmente han formado el patrimonio comunitario. Disponer de un instrumento de estas características de ninguna manera puede ser considerado como un obstáculo para mantener en su integridad los derechos y las expectativas que ofrece un sistema democrático para reivindicar aquello de lo que se carece o reclamar la efectividad de lo que se reconoce.

Algunos han justificado su rechazo en función de las omisiones concretas que a su juicio contiene, sin explicar que éstas no constituyen un obstáculo insuperable para que se pueda reclamar la economía social de mercado e incluso una planificación que, preservando estos principios, pueda responder en un momento dado a unas necesidades concretas.

A los ecologistas se les puede decir que, gracias a la normativa europea, hemos podido hacer frente a infracciones y agresiones gravísimas en los espacios naturales y en el entorno urbano. En el futuro será más fácil prevenir y reprimir los desastres de un desarrollismo feroz e insolidario. Las normas europeas y la posibilidad de elevar nuestras reclamaciones hasta instancias judiciales supranacionales garantizan unas mayores cotas de protección.

Dispondremos de una doble vía para reclamar nuestros derechos ciudadanos: el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo y el Tribunal de Justicia de Luxemburgo. No es necesario ser un experto conocedor de la ciencia jurídica para convencer a cualquier ciudadano que las mayores oportunidades en la protección de sus derechos nunca puede ser un obstáculo o una razón para desechar la oportunidad que se nos ofrece.

Los defectos o carencias del texto unificado en nada impiden su reclamación activa. En definitiva, con la actual estructura constitucional no hay nada que quede fuera de las posibilidades de reivindicación. Las políticas, en plural, dependerán de las mayorías o minorías de gobierno. El acento lo pondrán, muy a pesar de los enterradores de las ideologías, las diferentes maneras éticas y políticas de concebir la solidaridad y el desarrollo en todos los órdenes que afectan a la personalidad individual de los ciudadanos.

A la vista de determinadas opciones, todas ellas respetables, no comprendo o no se comprende en qué radica o qué justifica un no rotundo a este texto que se nos presenta. Ni razones ideológicas ni proyectos sociales ni creencias religiosas son una base razonable para oponerse a su aprobación. Nada impide o dificulta la libre expresión de estas ideas y su consecución por vías democráticas.

Quizá las generaciones que vivíamos en el momento del nacimiento de Europa no podamos contemplar en toda su dimensión histórica el paso que estamos dando. Los que han nacido en la democracia saben que los mecanismos que nos ofrecen pueden resultar eficaces y positivos. Sólo desde la indiferencia ideológica y el soberbio distanciamiento de la política se puede rechazar una Constitución democrática, que se ve reforzada por la totalidad de las Constituciones de los Estados miembros.

En definitiva, nada se cierra ni se abre, todo estaba ya en los textos y en la cultura de los europeos. Si las instituciones actúan, es normal que surjan conflictos de competencia. Ya los tenemos en el ámbito interno y sería impensable que un sistema de equilibrio de poderes no los reprodujese a escala europea. La mayor parte de los problemas que se airean son ficticios y, en todo caso, no serán achacables a un texto difícilmente consensuado en las bambalinas en las que se teje y desteje un Tratado.

Para muchos, el único problema que quedará pendiente es el de la actitud del Reino Unido respecto de esta propuesta venida del continente. Yo soy optimista, pasaron los tiempos en que la sesuda prensa inglesa anunciaba a los súbditos de su Graciosa Majestad que la niebla en el Canal de la Mancha había aislado a Europa de la Gran Bretaña. Aunque las nieblas sigan dificultando el tránsito marítimo, disponemos de un pasaje subterráneo que no se verá afectado por los cambios climáticos. El sistema métrico y el gusto por la cerveza caliente ya no son un signo de identidad. Sus generaciones de mayores acuden en masa a las cálidas costas de la ribera mediterránea y saben perfectamente que sus males, presentes y futuros, nunca vendrán o podrán justificarse porque los continentales nos empeñemos en consolidar una gran Unión Política Europea.

Conseguida la plataforma que cubre los cimientos de los que hablaron los fundadores, los votos de los ciudadanos europeos podrán configurar un Parlamento en el que se denuncien y reivindiquen las carencias que se observan en el texto que se nos somete.

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.

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