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El voto de las malas compañías

"Los referendos, ya se sabe, los carga el diablo", declaraba nada menos que el presidente del Parlamento europeo, Josep Borrell, en entrevista a este diario el pasado 23 de enero. Si además la consulta se plantea sobre un asunto tan complejo y lleno de matices como el tratado constitucional europeo, si encima resulta que el trámite se podía haber salvado con un debate y una votación en las Cortes Generales, si por añadidura sucede que el veredicto del referéndum no es jurídicamente vinculante, entonces es razonable contemplar la cita con las urnas del próximo domingo como una complicación innecesaria y un ejercicio de hipocresía. De hipocresía, sí, porque pretende dar un barniz de tardía participación ciudadana a lo que ha sido en todo momento un proceso cerrado, endogámico, conducido desde el vértice de la Unión y de los Estados miembros, un revival tal vez inconsciente del espíritu del Despotismo Ilustrado: "todo para el pueblo, pero sin el pueblo".

Tales vicios de origen -lo inadecuado de la fórmula del referéndum para decidir en una materia tan enrevesada, la aparente gratuidad de la convocatoria, la flagrante ignorancia que los electores mantienen a día de hoy sobre el texto constitucional de marras...- explican, al menos en parte, el desorden, la confusión de los posicionamientos. Tanto Convergència como Unió propugnan finalmente el sí, pero la Joventut Nacionalista de Catalunya se mantiene en el no, y la Unió de Joves democristianos ha sido metida en el redil a costa de grandes esfuerzos. Las cúpulas de Comisiones Obreras y de la Unión General de Trabajadores piden el voto afirmativo, pero más de 200 cuadros sindicales catalanes -muchos de ellos, afiliados a CC OO o a UGT- han mostrado su rechazo a la Constitución, lo mismo que la CGT y otros sindicatos minoritarios.

Los Verdes europeos, incluido el otrora rojo Daniel Cohn-Bendit, apuestan por el sí, pero su socio catalán, Iniciativa per Catalunya Verds, enarbola el no; aunque, dentro de ICV, un veterano de tanto fuste como Antoni Gutiérrez Díaz defiende apasionadamente el , igual que lo defendió hasta hace bien poco el consejero Salvador Milà. Y no crean que este paisaje laberíntico, inimaginable en cualquier referéndum democrático anterior, sea una peculiaridad local. En Euskadi, el Partido Nacionalista Vasco está por el sí, mientras que su coligada Eusko Alkartasuna sostiene el no. En Galicia, la dirección del Bloque Nacionalista Galego demanda el voto negativo, pese a una minoría favorable al sí. En Francia, donde el plebiscito europeo aún no tiene ni fecha, el Partido Socialista sigue profundamente dividido al respecto, y el principal sindicato -la CGT- vive una situación insólita, con su secretario general, Bernard Thibault, en la trinchera del y la mayoría de la dirección abogando por el no.

Pero si el planteamiento inicial era arriesgado, si el despliegue de las posturas políticas y sindicales ante el 20-F resulta cualquier cosa excepto clarificador, lo más deprimente y corrosivo del asunto han sido los burdos mensajes de la campaña, la grosera tendencia a amalgamar la cuestión europea con toda suerte de premios o castigos de ámbito doméstico o internacional. "Un sí a la Constitución europea es un no al plan Ibarretxe", asegura Mariano Rajoy; el referéndum del 20 de febrero "no es sobre el Gobierno de Zapatero", precisa Josep Borrell; "el PSOE busca que el referéndum de la UE pruebe que mantiene un apoyo social mayoritario", titula en cambio un diario; "el 20 de febrero, no a Zapatero", vocea el radiopredicador de la COPE; "no seas Ibarretxe. Vota ", remacha Rodríguez Ibarra con esa capacidad de síntesis que Dios le ha dado. Votar es propinarle una patada en la espinilla a George W. Bush, sostienen algunos socialistas; "esta Constitución nos americaniza" y supedita la acción exterior de la Unión Europea a Estados Unidos, replica Llamazares. Y mientras el presidente Rodríguez Zapatero invoca "el orgullo de que los españoles, por primera vez en la historia, puedan decir sí a Europa los primeros", una desconocida -al menos, para mí- Plataforma Cívica por Europa publica infames anuncios de prensa en los que aparecen dos presuntas papeletas; en una se lee: "Libertad. Tolerancia. Igualdad. Diálogo. Paz. Justicia. Solidaridad"; en la otra sólo campea el monosílabo no y el mensaje pregunta "¿sí o no?". Ni el doctor Goebbels habría podido mejorarlo.

Muy castigado ya por tanta demagogia, me resigno a la idea de que, haga lo que haga el domingo, no podré evitar las coincidencias indeseadas ni los extraños compañeros de viaje. ¿Votar sí, con Rajoy, Acebes y Zaplana, con Rodríguez Ibarra? ¿Votar no, como reclaman los más pintorescos grupos de ultraizquierda, como aconseja ETA, como propaga Jiménez Losantos? ¿Abstenerme o votar en blanco, según sugieren con calculada ambigüedad los obispos y tal vez desea Aznar? Por suerte, los dos políticos españoles que más han contribuido a la redacción del tratado constitucional vienen a sacarme de mi perplejidad. Para Josep Borrell, "esta Constitución la hemos hecho entre todos, socialistas y conservadores, y por eso la queremos"; según el popular Íñigo Méndez de Vigo, "la UE apuesta por el individuo, con independencia de que sea vasco, bretón o bávaro; por el individuo portador de derechos, de una ciudadanía europea que se suma a la nacional". El orden bipartidista europeo, pues, se dispone a aprobar un diseño constitucional que ha eliminado expresamente toda mención a los pueblos de Europa, que ignora y desdeña identidades como la catalana. Y sin duda lo aprobarán, pero no con mi voto.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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