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Contra la parálisis de Europa

Xavier Vidal-Folch

¿Importa o no que la Unión Europea quede paralizada? Durante la discusión de estas últimas semanas, a pocos (entre ellos a Guillermo de la Dehesa, en estas páginas, el 13 de enero) ha parecido importarles un elemento esencial de este Tratado constitucional: el de que, al menos, mantiene la eficacia en el funcionamiento de la Unión en el mismo momento en que suma 25 socios, como consecuencia de la última ampliación. Y sin embargo, es una noticia de primer orden: ¡la Unión podrá seguir funcionando!

Es noticia porque se trata de algo que no estaba descontado al inicio de la Convención. En realidad, ésa fue una de las causas principales que motivó la redacción de un nuevo tratado. Los de Amsterdam y Niza habían fracasado en diseñar las reformas institucionales necesarias para acoger a una decena nueva de aspirantes. De modo que la Unión amenazaba parálisis si no se intentaba un nuevo modus operandi útil para un amplio club de 25 socios en vez de los seis escasos fundadores y los adheridos hasta ayer.

La nueva Constitución finalmente establece una reforma, si no la más excelsa imaginable, sí al menos viable para una Europa que cuatriplica la inicial. Extiende las decisiones por mayoría cualificada a muchas más materias (y aún serían más de no haber mediado el racaneo británico de última hora con sus funestas líneas rojas), hasta el 95% de las decisiones a tomar, de modo que aleja el peligro del veto continuo y el riesgo del chantaje permanente de utilizarlo. Amplía las posibilidades de establecer "cooperaciones reforzadas" entre quienes deseen avanzar más deprisa (al eliminar el requisito de la unanimidad también en este asunto) y diseña unas nuevas cooperaciones estructuradas para el caso especial de la defensa.

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Asimismo, hace más fluida la maquinaria de las instituciones: contra lo que algunos proclaman, la figura del presidente del Consejo Europeo no consagra un mayor intergubernamentalismo, sino que acaba de institucionalizar un órgano hasta ahora flotante, dotado del máximo poder político y de ninguna potestad jurídica. La Comisión mantiene el monopolio de la iniciativa en los asuntos donde lo tenía, y su presidente acrecienta competencias, lo que contrasta con los intentos de jibarizarla a una mera secretaría técnica del Consejo, como los más nacionalistas pretendían al inicio de la Convención. El Parlamento deviene colegislador a título de norma y no de excepción. Y la nueva figura del ministro de Exteriores añade a la del actual Alto Representante mando en plaza (al presidir a los ministros del ramo) y cuantiosos recursos presupuestarios y políticas subsumibles a la exterior como el comercio, la cooperación o la ayuda humanitaria (al convertirle también en vicepresidente de la Comisión), además de otorgarle el apoyo de un servicio diplomático común, quizá la medida a largo plazo más significativa, y sin embargo, una de las menos resaltadas.

Así, la nueva UE debería ser al menos tan eficaz, y no menos, que la actual Unión. Esa misma Unión que ha fraguado un modelo de éxito (paz, prosperidad, cohesión), que dispara la demanda de Europa, tanto en forma de candidaturas a integrarse en ella como de incitaciones internacionales a que la UE intervenga en otras zonas del mundo, participe, financie, modere...

No hay "otra Europa" que la actual UE, el modelo que se ha afianzado allá donde sus construcciones alternativas y rivales fracasaron: tanto la soviética, fraguada en torno a los ya desaparecidos Comecon y Pacto de Varsovia, como la británica de una mera área de libre comercio en torno a la fallecida EFTA. Cualquier otra Europa ensoñable, más federal, más parlamentaria y más social, sólo puede llegar, realistamente, desde la actual UE, mejor aún reformada por la Constitución. Dicho de otra manera, la única alternativa a la UE acreditada por la experiencia (y aventurada por la probabilidad) es la propia UE, a través de la presión interna que empuja en cada coyuntura a más profundizaciones, sin desechar las que se van aceptando oficialmente.

Más aún cuando, como en este caso, el tratado constitucional no sólo afianza el principio de eficacia, sino que mejora los estándares de democracia y coloca ¡por vez primera en la historia desde el Tratado de Roma! el diseño de una Europa política por delante de la económica. En efecto, el aumento de peso del Parlamento (colegislará en el 95% de los asuntos), la Carta de Derechos Fundamentales (ahora vinculará jurídicamente, no sólo a las instituciones comunitarias, sino también a los Estados cuando desarrollen y ejecuten la normativa europea, lo que hacen en el 80% de su actividad legislativa) y la iniciativa popular (I-47) por la que un millón de ciudadanos podrán instar a Bruselas a legislar, ¿son acaso avances menores?

Cierto que aún el Parlamento no podrá elegir sin ataduras al Ejecutivo (de hecho, la candidatura se seguirá fraguando en el Consejo Europeo), un déficit democrático que aún durará, tanto al menos cuanto tarden daneses, británicos y estonios en ser tan europeístas como los españoles, un plazo que no puede por desgracia abreviarse por decreto. Pero sin llegar todavía a ese ideal, los avances ¿pueden minusvalorarse hasta el punto de negarlos?, ¿acaso los manifestantes europeístas, sindicalistas, alternativos y antiglobalizadores que se congregaron en Niza en diciembre de 2000 no reclamaban a los Gobiernos que incorporasen la Carta de Derechos al Tratado como un logro para ellos esencial, logro que sólo se consigue ahora?

Pues si no hay otra Europa alternativa capaz de sustituir a ésta que no sea a través de ella misma, razón de más para evitar renegar de ella o desmejorarla, como algunos apocalípticos vienen haciendo, mediante la inexactitud o el falseamiento en la discusión sobre tres asuntos capitales: la defensa, lo social y lo regional.

Inventan, por ejemplo, que la Constitución consagra un "proyecto militarista", al propugnar un aumento del gasto militar y entregar el monopolio de la defensa a la Alianza Atlántica. Es falso.

No hay diseño de potencia militarista: las misiones exteriores previstas se circunscriben a las denominadas de "Petersberg" (por el lugar donde se formularon): de interposición y mantenimiento de la paz "conforme a los principios de la Carta de las Naciones Unidas" y de acuerdo con unos objetivos (I-3) que son el contrapeso de la doctrina de seguridad de George W. Bush (paz, seguridad, desarrollo sostenible, comercio libre y ¡"justo"!, erradicación de la pobreza, derechos humanos...). En ningún artículo se postula "aumentar"el gasto militar. Sí en cambio se compromete a los Estados miembros "a mejorar progresivamente sus capacidades militares" (I-41), entre otras cosas, mediante la agencia de armamento, que permita evitar duplicaciones entre los 25 Ejércitos y dedicar recursos a cubrir carencias graves como la de radares/satélites o medios de transporte. Tampoco se entrega a la OTAN el encargo de defender a Europa, sino que se establece que la Unión "respetará" las obligaciones contraídas por los que también sean miembros de la Alianza y la consideren "fundamento" de su defensa (también I-41), lo que ya figuraba en el Tratado de Amsterdam. Como respetará, en el mismo grado, a los neutralistas que tienen una política exterior "de carácter específico", según reza la frase inmediatamente anterior, introducida por la neutralista Irlanda, en lo que constituye la única novedad sobre las políticas exteriores de grupos de países.

Sucede justamente al revés de la imputación de militarismo vicario de EEUU. Se profundiza en la vía de una defensa estrictamente europea, al instituirse una nueva cláusula de solidaridad (todos, salvo los neutrales, se obligan a ayudar al Estado que sea objeto de un "agresión armada") mejor que la del artículo quinto del Tratado de Washington, porque se desarrolla automáticamente, sin consultas previas ni unanimidades. Otra cosa es que el avance a una política exterior y de defensa (en cuestiones distintas a la mencionada) siga rigiéndose por la unanimidad, debido a la presión británica. Pero hay "pasarelas" para reconducirla hacia la mayoría cualificada, y se necesitará, sobre todo, tiempo, y una nueva profundización democrática.

Todos los progresistas reconocen que habrían deseado más en el capítulo social. El ultraliberal Laurent Fabius, estrenado como nuevo gran ideólogo de la insuficiencia de lo social (él, que fue primer ministro francés cuando el Acta Única), ha debelado la preeminencia de las disposiciones económicas sobre las sociales en Une certaine idée de l'Europe, infinitamente superior a sus réplicas hispanas. Su colega Dominique Strauss-Kahn le recrimina (Lettre ouverte aux enfants d'Europe) que olvide que todo lo económico ya estaba en los anteriores tratados y que "lo que añade" el actual "son los objetivos sociales y medioambientales, el principio de igualdad, las referencias a estos termómetros de izquierda que son el desarrollo sostenible o el comercio justo".

Es cierto que el nuevo texto establece esos objetivos, solemniza las cumbres sociales y consagra en la Carta derechos sociales (aunque con menos vigor que otros) y valida los servicios públicos. Pero seguramente lo más significativo sea la aparentemente modesta cláusula transversal (III-117) por la que toda nueva ley y toda nueva acción concreta de la UE deberán perseguir el aumento del empleo, la lucha contra la exclusión y un alto nivel de formación. Por supuesto que se puede ser más o menos exigente en la aplicación de esta cláusula, pues el tratado constitucional es un marco global, no un recetario, y mucho dependerá de la coloración ideológica de las mayorías futuras. Pero basta recordar que toda la política comunitaria de protección de la salud humana (tras el episodio de las vacas locas) deriva de una cláusula similar. Y que la inclusión horizontal de condiciones medioambientales en cualquier proyecto de infraestructuras (los estudios de "impacto ambiental" para carreteras, túneles y demás) han hecho más por la protección del entorno natural que un millón de discursos ecologistas.

Algunos nacionalismos periféricos olvidan o sortean los avances de este texto en la profundización autonómica. Arguyen que aumenta el estatalismo y desaparecen "los pueblos" de Europa como protagonistas de la UE, reemplazados por "los ciudadanos": a los nacionalismos democráticos de matriz francesa no debiera preocuparles esa sustitución, pues en ella los pueblos no son más que el conjunto de los ciudadanos, visión diferente a la de raíz germánica en que el espíritu del pueblo milenario se impone, conduce y acogota la libertad de cada uno de sus ciudadanos.

Pero es que además el concepto "pueblos" permanece en el texto (preámbulo y parte II, la Carta de Derechos), que, por lo demás, incorpora por vez primera el respeto al principio de la autonomía regional (I-5) y a los derechos de las personas pertenecientes a minorías (I-2); legitima al Comité de las Regiones para recurrir al Tribunal, y obliga a la Comisión a consultar a las regiones, antes de lanzar una iniciativa legislativa, si ésta pudiese invadir su competencia. Es algo menos que lo que propuso el Parlamento Europeo (legitimación activa de cada región con capacidad legislativa para recurrir ante el Tribunal; estatuto de región "asociada"), pero nada despreciable. En cuanto a las lenguas no estatales, el actual Gobierno logró para ellas un estatuto de oficialidad todavía no plena (IV-448.2), que debe permitir su equiparación progresiva.

También se alega, finalmente, que este tratado "petrifica" la construcción europea, la inmoviliza, obviando la certeza de que instaura (IV-444) cuatro procedimientos de revisión simplificada, esto es, sin necesidad de la parafernalia de una Conferencia Intergubernamental. Todavía se mantiene en ellos la unanimidad, pero ya se permite una revisión instada por el Parlamento: sobre el papel, la modificación futura es, contra lo que se argumenta, más fácil que nunca hasta ahora.

De prosperar los argumentos contrarios a la ratificación, no se suscitaría una Europa alternativa, sino que se volvería al Tratado de Niza, se ha reiterado, con precisión. No se suscitaría porque la mayoría de los "no" se imputarán a su corriente hegemónica tradicional, el chovinismo antieuropeo, y no a su componente bienintencionada hispánica social-federal. Y resulta evidente y tautológico que del antieuropeísmo no pueda emanar un texto más europeísta.

Además, paradoja de las paradojas, la vuelta a Niza supondría en esencia mantener la parte III (en su mayoría compendio de políticas ya existentes; el fárrago que bien podría haberse incorporado como un protocolo, limpiando así el articulado de todo lo menos específicamente constitucional), y eliminar las más nobles partes I y II, justamente las dedicadas a los valores, los principios, los objetivos y los derechos. Es decir, los elementos genuinamente nuevos, más políticos y democráticos, el verdadero valor añadido constitucional de este tratado constitucional.

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