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Tribuna
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De continente a islote

Hace un par de semanas, ante un auditorio de profesores universitarios, se celebró en la Residencia de Estudiantes una mesa redonda en la que tuve la insolencia de afirmar que la Universidad española no ha logrado superar la contradicción básica que cierra el acceso a la modernidad. Por un lado, pretende vincular la investigación a la enseñanza, convencida de que poco vale la enseñanza del que no investiga, pero, por otro, el modelo de organización y sobre todo una didáctica, centrada en la lección magistral, la horita de clase, impide alcanzar el objetivo principal de la Universidad moderna: enseñar a dudar. El monólogo frontal en que consiste la clase no sólo refuerza la pasividad del oyente, sino, más grave, suprime el espacio para cuestionar y cuestionarse, que es, justamente, lo que caracteriza a la docencia que entronque con la investigación. La labor del profesor no radica en transmitir los conocimientos adquiridos, en el mejor de los casos en la investigación más reciente, sino en enseñar a preguntar, orientando el trabajo y promoviendo el desarrollo intelectual y científico de los alumnos, lo que únicamente cabe en un diálogo personal.

El lector informado podrá imaginar la indignación que una tesis, que rompía el marco dominante de referencia, provocó en la sala. Algunos entendieron mis palabras en el sentido de que en mi ignorancia me atrevía a poner en tela de juicio la investigación que se hace en nuestras universidades que, al tenor de lo que manifestaron dos decanos presentes, en cantidad y cualidad habría mejorado mucho en los últimos lustros. Sobre este extremo no estoy en condiciones de expresar una opinión fundada, pero quiero pensar que algo habremos progresado en los 25 años en que el país ha crecido tanto. Mi tesis únicamente pone énfasis en que no cabe relación alguna entre la investigación, que eventualmente haga cada uno por su cuenta, y el tipo de enseñanza que se imparte; más aún, me atrevería a decir que la posición que se ocupa en la Universidad, incluidos reconocimiento y retribuciones, poco tiene que ver con la calidad de la investigación o de la docencia. Como es una cuestión de la que apenas se habla, pero que en mi opinión constituye un factor importante para dar cuenta de nuestro secular retraso científico y económico, voy a intentar resumir en apretada síntesis lo que pienso al respecto.

La Universidad medieval que se prolonga en algunos países hasta finales del XVIII, en otros hasta mediados del XIX, en España renace en el franquismo, y como tantas otras cosas de esta época hasta ahora se mantiene incólume, concibe el conocimiento como un todo estructurado que hay que transmitir tal como se ha recibido. La verdad revelada está ahí con carácter definitivo, como lo están los paradigmas literarios y filosóficos heredados de la antigüedad grecolatina. El saber se concibe como un continente sólido e indiscutible, que abarca desde la teología tomista a la física de Newton, las matemáticas o las ciencias históricas y naturales, que hay que aprender tal como están establecidas. La lección -que significa lectura, tenía sentido antes de la invención de la imprenta- pretende transferir un saber seguro, reducido a lo esencial y de manera sistemática, que el alumno tendría simplemente que absorber. Desde esta concepción cabe distinguir saberes relevantes -aquellos que en todo caso habría que poseer- de los que se reputan prescindibles. En consecuencia, los exámenes consisten en exponer los conocimientos recibidos, sin añadir ni modificar nada. Basta con mostrar, sin que el tribunal detecte "lagunas" importantes, que se tiene una visión completa de un continente bien acotado.

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Nos tropezamos así con los dos elementos básicos de lo que yo llamaría una comprensión "continental" del saber. Por un lado, se clasifican los saberes, no ya en distintas ciencias, algo en sí harto problemático, máxime cuando comprobamos que los conocimientos innovadores suelen amontonarse en las zonas fronterizas, sino en meras asignaturas, subdivisiones burocráticas sin ningún contenido real que deben su existencia a figurar en un plan de estudio. La asignatura nace con un decreto ministerial y desaparece con otro. Mi tesis, en la que llevo insistiendo desde hace muchos años, es que mientras la Universidad organice la enseñanza en torno a estos dos inventos burocráticos, la asignatura y el plan de estudio, permanecerá anclada en el pasado.

En cambio, en la Universidad moderna la metáfora adecuada no es la del saber como un continente sólido y seguro, sino la kantiana de un archipiélago en un mar de ignorancia. Los conocimientos son islotes aislados, no cabe sistematizarlos en unidades omnicomprensivas -no hay continentes sólidos de saber- ya que estos islotes no son nada seguros, unos emergen y otros, que parecían bien asentados, se hunden y desaparecen. Lo que ayer estimábamos valioso, hoy se considera poco operativo. Saberes de los que no teníamos noticia surgen con tal velocidad que en poco tiempo quedan obsoletos planes de estudio y programas de la asignatura. Un día, ojalá no demasiado tarde, terminaremos por reconocer que la función de la Universidad no consiste en la ficción de transmitir lo inexistante, conocimientos seguros, sistematizados en las correspondientes asignaturas, que a su vez se organizan en un plan de estudios para cuatro, cinco o seis años. Los hay que todavía discuten el sexo de los ángeles, o lo que es lo mismo, si los conocimientos imprescindibles que habría que transmitir en estas o aquellas asignaturas, optativas o troncales, otra decisión burocrática, se pueden comprimir en los plazos que dicta el ministerio.

Sí, escandalícese el lector, la Universidad no tiene como misión repetir lo que ya se sabe y que se puede encontrar en un buen libro (la enseñanza universitaria no sustituye a la lectura, sino que la presupone, la Universidad moderna nació con la biblioteca), sino enseñar a preguntar. La relación intrínseca entre investigación y enseñanza radica precisamente en desarrollar la capacidad de preguntar, de problematizar conocimientos que pasan por válidos, y así ir acumulando en torno a ellos multitud de preguntas. Cualquiera que haya hecho investigación sabe que lo importante es hacerse las preguntas pertinentes, y que luego es cuestión de constancia y suerte llegar a alguna respuesta provechosa, pero también es muy consciente de los muchos conocimientos que es preciso almacenar en un ámbito determinado de la ciencia para poder hacer alguna pregunta que valga la pena.

La finalidad primaria de la Universidad no es transmitir conocimientos; lo específico de una institución docente que merezca este nombre es desarrollar en el alumno la capacidad de preguntar, lo que, claro está, exige adquirir no pocos conocimientos. Nadie duda que la Universidad tenga que ver con la transmisión de conocimientos, pero no cabe fijarlos de antemano en ningún plan de estudios ni programa de la asignatura, sino que en cada caso dependen de la cuestión de que nos ocupemos. Ningún conocimiento es relevante en sí, y menos porque así lo reputen las burocracias que

hacen los planes de estudios. De ahí que no tenga el menor sentido comprobar en un examen si el alumno sabe lo que desde fuera alguien ha dicho que tendría que saber. De lo que se trata es de ayudarle, en comunicación continua con los enseñantes, a que vaya formulando las preguntas que le interesan; luego en el examen se comprobará la capacidad que haya adquirido de problematizar, es decir, de preguntar sobre un tema propuesto por él mismo. El océano de nuestra ignorancia es y permanecerá infinito; de lo que se trata es de llegar a saber un poco de algo, y esto no se alcanza con una visión tan general como superficial que no entra en el meollo de nada. La Universidad no debe ser un centro superior de divulgación científica, su misión no es enseñar las diversas ciencias, sino enseñar a hacer ciencia. Además de la libertad del enseñante de investigar lo que quiera y llegar a los resultados que considere oportunos, la otra cara de la libertad académica que en España se ignora por completo es que el alumno pueda trabajar sobre los temas que le atraigan y con los profesores que libremente elija. Principio pedagógico elemental es que nada se aprende de verdad sin saber por qué y para qué, por mera obligación, ni tampoco con una persona impuesta a la que no se respete. En suma, no se trata de convertir al estudiante en un epítome ambulante, sino en alguien capaz de preguntar.

Dos son los argumentos que suelen salir a relucir en contra del modelo moderno de Universidad. El primero, que ya blandiera Ortega, va dirigido contra la utopía -pensaba que todas son malas- de creer que la Universidad está ahí sólo para fabricar científicos. La primera función de la Universidad es preparar buenos profesionales que cuenten en su haber con los conocimientos indispensables para ejercer bien el oficio. En efecto, la Universidad medieval con sus tres facultades tenía como finalidad exclusiva preparar a los expertos en la salvación de nuestras almas, teología; en la salvación de nuestros bienes, derecho; y en la salvación de nuestros cuerpos, medicina. En cambio, lo que caracteriza a la Universidad moderna, sin expulsar a las tres profesiones clásicas, es haberse centrado en las ciencias. A la preparación de profesionales se han dado dos soluciones; bien se lleva a escuelas especiales superiores, dando rango y dignidad a la enseñanza profesional (en España sobran las falsas universidades y escasean instituciones competentes de enseñanza profesional), y en ellas por supuesto no se vincula la investigación a la docencia; o bien se piensa que los mejores profesionales resultan de una educación científica que obligue a cuestionar los saberes adquiridos. En el siglo XIX y en buena parte del XX, de las universidades inglesas y alemanas salieron empresarios innovadores y funcionarios responsables que habían estudiado ciencias naturales o filología clásica. Con excepción de determinadas carreras, derecho, medicina, ingenierías, que habilitan a un ejercicio profesional bien definido, no conviene establecer una relación muy estrecha entre actividad profesional y preparación académica. No es el camino multiplicar las titulaciones de profesiones nuevas que a veces desaparecen del mercado de trabajo antes de que haya egresado la primera promoción.

Nuestros historiadores económicos, entre ellos, Gabriel Tortella, han insistido en que una de las causas de nuestro retraso económico podría radicar en que en España hayan sido raros los empresarios que arriesgan, innovando, y ello tendría que ver con el nivel educativo, y barrunto que también con el tipo de universidad en la que han estudiado. La tradicional española se ceñía a preparar los programas de oposiciones para convertirse en funcionario. La crisis actual queda patente cuando el número de egresados que puede acoger el Estado en relación con los titulados es insignificante, sin que por ello la enseñanza impartida apenas haya modificado las viejas pautas. Nuestro modelo de Universidad tal vez explique el que hasta nuestros días la mayor debilidad de nuestra economía se manifieste en la exigüidad de patentes españolas. El que inventen ellos lamentablemente sigue siendo norma básica de nuestras empresas.

El segundo argumento que he oído de mis colegas españoles es que una Universidad que vinculase la enseñanza a la investigación con el objetivo primordial de enseñar a preguntar es una meta inalcanzable en universidades masificadas que cuentan con muy pocos recursos. De ahí que antes de plantear cualquier cambio revolucionario sea imprescindible aumentar las plazas de docentes y sobre todo mejorar la financiación. A ello cabe replicar que en las seis universidades públicas de la Comunidad de Madrid, de 1995 a 2004 las transferencias han pasado de 440 millones de euros en 1996 a 916 programados para el 2005, es decir, un incremento del 108%; el número de docentes e investigadores en el mismo periodo ha aumentado en un 23%, mientras que el número de alumnos ha disminuido en un 8%, con lo que la relación de un profesor por número de alumnos ha pasado de 15,46 a 12,04, cuando la media europea es de 17. En 1996 un estudiante pagaba 652 euros de matrícula al año y la comunidad contribuía con 2.241, el 77% de los costes; en 2004, el alumno paga 978 euros, y la comunidad autónoma, 4.670, es decir, el 83%.

Pues bien, pese a estos datos, nada ha cambiado en el modelo de Universidad, basado en planes de estudios que se cambian continuamente, en los que las asignaturas se siguen impartiendo en la horita de clase. Las demandas que cuentan con un consenso mayoritario siguen siendo mejorar la financiación, garantizar un puesto permanente a todas las personas empleadas y respeto por la autonomía universitaria, sin que nadie de fuera se inmiscuya con propuestas extravagantes. Me temo lo peor, que los gobiernos autonómicos se dobleguen a los deseos de los rectores, portavoces elegidos de los distintos estamentos universitarios a los que se deben, y que apoyen sus demandas, que en el fondo son dos. De parte del personal docente, que una vez garantizado el puesto de trabajo vitalicio, no se controle la calidad de la enseñanza ni la de la investigación y, reconociendo las diferencias que se derivan de las distintas categorías, las ayudas se repartan por igual. De parte de los estudiantes la única exigencia es que sin demasiado esfuerzo puedan obtener el título en el plazo más breve posible. La contradicción que señalaba al comienzo desemboca en una segunda: modernización y autonomía de la Universidad parecen incompatibles.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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