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El monstruo azul

Rafael Argullol

Parece ser que muchos campesinos japoneses nunca aceptaron que las destrucciones de Hiroshima y Nagasaki fueran obra del hombre. Para ellos resultaba inconcebible una autoría de este tipo, puesto que, desde siempre, devastaciones tan extremas eran monopolio exclusivo de los dioses. Únicamente éstos, al juzgar y castigar, podían desatar una violencia infinitamente más poderosa que la que los hombres, con sus guerras y peleas, se podían permitir. Y aquella incredulidad campesina estaba ciertamente justificada, puesto que, en efecto, hasta el siglo XX las grandes catástrofes escapaban a la mano del hombre y sólo la tecnología exterminadora moderna, con su culminación en la bomba atómica, había quebrado el supuesto monopolio divino.

Nosotros nos hemos ido acostumbrando a la idea de que el hombre puede causar el fin del hombre. Pero hasta hace unas pocas décadas esta posibilidad no era contemplada por ningún mito o cultura. Para eso teníamos a los dioses, nuestro dique frente al tiempo y a la muerte y, asimismo, el brazo ejecutor de lo demasiado incomprensible. Apenas hay tradiciones en las que esté ausente el ánimo aniquilador de un dios que, dolido con nuestros pecados o simplemente harto de nosotros, no se lance a la aniquilación de los hombres. En las nuestras, esta actitud se repite en la Biblia y, del lado griego, está presente en las furias relampagueantes de Zeus. Sin embargo, también en las otras civilizaciones encontramos, casi sin excepciones, la figura del dios devastador que se venga de los humanos. Ha sido durante milenios la mejor manera de explicar lo inexplicable.

Hubo, no obstante, también, en los días inmediatos a la destrucción de Hiroshima, ciudadanos japoneses cultos e incrédulos con respecto a los viejos dioses que se negaron a aceptar la información que les llegaba con el argumento de que el hombre era incapaz de un acto como aquél. Según los testimonios, este escepticismo era a veces de índole técnica, por desconocimiento de la recién experimentada bomba, y a veces de carácter moral, dado que lo humano difícilmente podía provocar una acción tan inhumana. En consecuencia se trataba, a la fuerza, de la naturaleza, causante única del desastre.

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Asimismo, esta actitud, como la de los campesinos, era comprensible, puesto que, descartados los dioses, el pensamiento ilustrado moderno había señalado hacia la naturaleza para entender tanto los bienes como los males. Era más lógico racionalmente pensar en una naturaleza exterminadora que en una humanidad que acariciaba su propio apocalipsis. Expulsado dios del escenario quedaba ahora, en el lugar de la desolación, la firma de la naturaleza, aunque disfrazada a menudo con la máscara de una divinidad negativa.

Cuando nos esforzamos por buscar precedentes al cataclismo en el sureste asiático debemos remitirnos obligadamente, al menos respecto a Europa, a la destrucción de Lisboa el día 1 de noviembre de 1755. Muchos hechos coinciden: la brutalidad del terremoto, el efecto mortífero del maremoto, la circunstancia de producirse en pleno día, con la consiguiente proliferación de testigos presenciales. Nosotros vivimos bajo el impacto de las imágenes procedentes de Asia. En la segunda mitad del siglo XVIII y aun a principios del XIX varias generaciones de escritores quedaron marcados por un acontecimiento que rompió la feliz consigna Todo está bien. (La Academia de Berlín propuso como tema de estudio para aquel año 1755 "analizar el sistema de Pope contenido en la proposición Todo está bien").

Gran parte de estos escritores, la mayoría agnósticos o explícitamente ateos, recurrieron a distintos disfraces del dios negativo para interpretar lo acaecido en Lisboa. Voltaire dio la pauta en El poema sobre el desastre de Lisboa, publicado un año después del terremoto y en el que, con una rabia inédita en su obra, indaga en el trasfondo de una violencia de la naturaleza que se confunde con la raíz del mal. Tras las huellas de Voltaire, pero mucho más radical, Sade acudirá también al suceso lisboeta para apoyar su hipótesis de un dios monstruoso y, décadas más tarde, Leopardi, recordando todavía aquel hecho, aludirá a la existencia de un cosmos patológico. Paradójicamente fue Rousseau quien, defendiendo el derecho a la esperanza, dirigió una carta a Voltaire en la que combatía su pesimismo y le recriminaba que su "metafísica del mal" era un lujo que los pobres no podían permitirse.

Rousseau tenía razón, pero su razón no bastaba para abrazar el horizonte de incertidumbre abierto tras la catástrofe de Lisboa. Ahora ocurre algo semejante cuando tratamos de calibrar nuestra aproximación a la tragedia asiática. Lo evidentemente acertado, en primera instancia, es una prolongación del pragmatismo rousseauniano: los pobres, los supervivientes, no pueden permitirse lujos metafísicos. Pero, incluso para ellos, es necesario buscar una explicación, aunque ésta sea brumosa y oscura, pues de lo contrario la indefensión es absoluta. Ishava Sevanthi, una niña de ocho años de Sri Lanka, superviviente del maremoto, dibuja monstruos azules en su cuaderno mientras aún siente terror por aquel monstruo azul que de repente segó la vida a su alrededor. Ha encontrado una explicación que le sirve y que quizá pueda salvarle en el futuro.

Nosotros, los espectadores del drama en todo el mundo, también inconscientemente hemos hallado una a través de una palabra: tsunami. Hemos aprendido que tsunami significa "ola gigantesca", pero empleamos este término y no su traducción, o el idóneo "maremoto", porque así, en cierto modo, demonizamos -es decir, deificamos- el fenómeno, lo conjuramos y, lo que es más importante, nos sentimos, quizá por primera vez en nuestras vidas, unidos como humanos frente a lo irreparable. Decimos tsunami y pensamos en un asesino masivo; escribimos tsunami como si tuviéramos ya al protagonista del mal y poner, así, a salvaguarda una idea benéfica de naturaleza. Obviamente no ignoramos todos los análisis que nos proporcionan los científicos acerca de los movimientos del planeta. Pero el tsunami, recogido minuciosamente en estos análisis, va más allá de ellos para convertirse en una especie de deidad negativa con las sugerencias terroríficas y grotescas que acostumbran a poseer estas deidades.

No podemos culparnos por acudir a esta explicación sim-bólica porque no debemos culparnos de su descarnada causa. En este sentido no comparto en absoluto cierta difusa culpabilidad por la que, invirtiendo los términos de lo acontecido en Hiroshima, algunas voces responsabilizan al "hombre" de algo que, por desgracia o por fortuna, le desborda por completo. Por más que sea cierto que, como ya le recordaba Rousseau a Voltaire, la codicia y estulticia humanas aumentan la resonancia de los grandes cataclismos, la tragedia de Asia se enraíza en un poder tan descomunal que los pequeños poderes de los hombres palidecen enteramente ante él.

El tsunami, en medio del horror, tiene la virtud de colocarnos frente a un espejo inédito para mirarnos y ver, no la culpa de los hombres (ya culpables de demasiadas cosas) ni la culpa de Dios (para tranquilidad de san Agustín este "mal existe", exista o no Dios), sino nuestra fragilidad. Y esto quizá llegue a ser una lección esperanzadora, puesto que es al sentirse frágil cuando el hombre es capaz de olvidar la arrogancia para recuperar su auténtica fortaleza.

Nunca nos libraremos del monstruo azul. En realidad, aunque lo hubiéramos olvidado, nunca nos habríamos librado. Pero es muy probable que, transcurridos unos años -pocos o muchos-, Ishava Sevanthi mire de nuevo hacia allá y vea únicamente la belleza del mar.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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