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Más Estado, menos Estado

Las grandes decisiones que han tenido que adoptar los políticos en las últimas décadas parecen confirmar la sospecha de Habermas de que las energías utópicas, aunque no adolecen de agotamiento, no suelen nutrir las decisiones políticas adoptadas en épocas de euforia o pesimismo cultural.

La caída del muro en 1989, por ejemplo, removió las conciencias y sometió a revisión las más acreditadas doctrinas de Occidente, pero la respuesta fue mezquina por carecer de la más mínima dosis de energía utópica. Hasta ese día el mundo se había polarizado entre la doctrina estatalista y planificadora del socialismo real y las tesis del capitalismo liberal de Occidente, y se debatía en un sobreentendido proceso hegeliano de síntesis que iba dando lugar a diferentes y flexibles formas de socialismo democrático o de liberalismo social.

Pero la euforia que despertó el estrépito de la caída del muro concedió en respuesta equivocada un incongruente protagonismo a una saga de neocons que, profesando como nuevo credo el neoliberalismo a ultranza, entronizaron la eficiencia, la productividad y la competitividad como únicas fuerzas motoras del universo, y aconsejaron sacrificar institutos y reglamentaciones en aras de un sacralizado mercado omnipotente y desmantelar el Estado reduciéndolo, como llegó a sugerir Norquist, a un tamaño que permitiera ahogarle en una bañera. La respuesta no tenía un gramo de utopismo.

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Dos décadas de liberalismo irrefrenado gozándose en sus propios excesos bastaron para demostrar que había sido una reacción mecánica o pendular. Hoy se ha demostrado que el totalitarismo de un mercado sin controles degenera irremediablemente en un emporio de mafiosos, y el capitalismo implacable de esas décadas, además de provocar una burbuja de especulación, ha dejado como lastre nuevas desigualdades y opresiones desconocidas, ha acrecentado la brecha que separa a ciudadanos y naciones y, lo que es más importante porque afecta a la faceta humana, ha deteriorado la idea de lo que debe ser el servicio público agravando el desasosiego de muchos de los miembros de nuestra comunidad. Y la competencia desbocada como herramienta insustituible del progreso en cualquier ámbito, sobre ser culpable del deterioro biológico del planeta y de algún otro desafuero de mayor calado como el que produjeron las vacas locas, ha incrementado el número de marginados y con ello el riesgo de inseguridad que luego, para ser contrarrestado, cobra como tributo un recorte en las libertades. Y desde ángulos más a ras de tierra no sale de una eterna crisis la forma de satisfacer el derecho a la educación de los ciudadanos, se diluye la efectividad del derecho a la salud y se ha marchado a Babia el derecho constitucional a obtener una vivienda digna.

Todo este lastre parece enterrar definitivamente la máxima liberal de que el Estado que gobierna mejor es el que gobierna menos, y obliga a los políticos juiciosos a invertir la tendencia impulsando una mayor participación activa del Estado, idea que hoy parece indiscutible y que sale reforzada al percibir que el vacío que iba dejando el Estado lo iban llenando con desigual fortuna las multinacionales cuando no las mafias organizadas.

Otra catástrofe, la hecatombe del 11-S que también sacudió la conciencia del mundo con no menor intensidad que la caída del muro, ha dejado grabada en carne viva en el cerebro de los norteamericanos la convicción de que la decadencia del Estado no sería el inicio de una utopía como se predicó en épocas pasadas, sino el preludio de un desastre. Se trata de nuevo de una respuesta mecánica o pendular sin carga de utopismo, pero de esta necesidad de recuperar Estado parecen participar ya en extraña pero previsible coincidencia el reciente sesgo de Putin, actualmente gestor de un alarmante rebufo, y los más recalcitrantes del republicanismo de EE UU. Para Francis Fukuyama (La construcción del Estado, Ediciones B, 2004), la razón fundamental para fortalecerlo -aunque por razones de higiene acompañe su argumento con otros más presentables como las disfunciones en el reparto de la ayuda exterior que sufren los Estados que carecen de mecanismos institucionales de control para combatir las peores formas de incompetencia o rapacidad-, el argumento que realmente alega como irrebatible para robustecerlo, es que los Estados débiles o fracasados pueden convertirse en caldo de cultivo del nuevo terrorismo, como ocurrió en Afganistán.

Bien claro queda que lo que Fukuyama defiende no es un Estado más solícito y presente en la vida ciudadana, sino un Estado poderoso que acapare poder y lo despliegue con determinación, lo que despierta viejos fantasmas que erizan nuestra sensibilidad, una forma nueva de Estado potencialmente opresor que parece conducir al hombre, como si fuera su destino inexorable, a tener que soportar otro Leviatán, como los que surgieron en la primera mitad del siglo XX que desataron dos guerras y que Max Weber ya anunció en cuanto percibió el avance amenazador pero imparable de los aparatos estatales en las aparentemente pacíficas democracias de principios del siglo pasado.

Resulta así que nuestra época se debate en el trance de resistir los impulsos contradictorios de dos desengaños de la inteligencia, uno la caída del muro que impulsó a desmantelar el Estado, y otro los atentados del 11-S que impulsan a robustecerlo en fuerza y estructura de poder, impulsos ambos que sin embargo se tensan en épocas de pesimismo emocional y se nutren sólo de experiencias frustrantes que necesariamente harán fracasar todas las respuestas viscerales que se adopten, si al mismo tiempo no se vigorizan esas decisiones con las que Habermas llama energías utópicas en cantidad suficiente para compensar la presión del estrépito en el primer caso y del espanto en el segundo.

No nos podemos dejar confundir. La respuesta a la caída del muro nunca debió consistir en el desmantelamiento del Estado y la entronización de la competitividad como mantra de la felicidad. Stiglitz o Rifkin, partícipes otrora de esta respuesta, han comprendido su error, Putin está replegando hacia el Estado economía y opinión, y en el mismo corazón del ultraliberalismo, que también ha percibido el fracaso, se está produciendo un enroque regresivo de remonopolización del poder económico mediante la concentración de empresas y bancos, y del poder ideológico mediante la concentración de medios de comunicación y la clasificación de ideas en dos o tres partidos políticos.

Pero aún quedan reflejos rezagados de aquella doctrina en la Escuela de Viena, por ejemplo, con los influjos que a través del Taller de Florencia ejerce en la Unión Europea sobre la Comisión Monti sobre la competencia, que a estas alturas parece seguir ciegamente una doctrina superada, y pretende desnaturalizar, en aras de una competitividad desaforada y fuera de lugar, instituciones acreditadas de nuestra cultura.

Un desmantelamiento o desvirtuación de las instituciones del Estado constitucional democrático por insertar competencia donde la institución la repele, dejaría necesariamente tras sí lagunas funcionales imposibles de suplir de otro modo porque no es fácil improvisar instituciones sustitutorias válidas en sociedades tan acrisoladas como la europea, tanto por lo que respecta a la configuración de la institución en sí como a las demandas sociales que con ella se satisface. Hoy los economistas han aprendido que algunas de las variables más importantes que afectan al desarrollo no tienen relación con la economía sino con la política, y para aprenderlo han tenido que desempolvar libros de política administrativa de hace décadas. Milton Friedman, campeón del liberalismo, confesó en 2002 su error de aconsejar la privatización de instituciones como norma, ya que seguramente, dijo, el Estado de derecho es más importante que la privatización, opinión que ahora sale reforzada de las últimas decisiones de Putin.

Una buena institución es aquella que atiende con eficiencia y transparencia las necesidades de los ciudadanos. Algunos de sus objetivos pueden ser alcanzados por tecnócratas distanciados del fragor de la comunidad, pero en el sector de los servicios, como dice Pettit, la calidad del rendimiento del órgano debe depender del apoyo que preste y reciba de los ciudadanos, porque la democracia, además de poseer valor legitimador, desempeña un papel funcional en la gobernanza.

Tampoco la respuesta al 11-S puede consistir en vigorizar los Estados concentrando poder y robusteciendo su capacidad ofensiva con el pretexto de luchar contra el terrorismo, cuando es sabido que a éste, que opera a través de redes entreveradas en la sociedad contra las que nada pueden los ejércitos sino la inteligentzia, no se le derrota a cañonazos. Tampoco el espanto autoriza a los Estados a recurrir a ese Derecho híbrido que se está aplicando en Guantánamo que no reconoce ni las garantías del derecho penal ordinario ni las convenciones del derecho de gentes. Chocante resulta a este respecto la opinión vertida por Fukuyama en la obra citada sobre la fuente de legitimidad democrática en el orden internacional, que confiesa sin rubor que la delegación de autoridad hecha por EE UU a las Naciones Unidas puede serle retirada unilateralmente de la misma forma que se le dio si esta institución no sirve a sus intereses, lo que ha ocurrido con la guerra de Irak. No es para todo esto desde luego para lo que hay que vigorizar el Estado.

Ambas decisiones han sobreabundado en mecanicidad y carecen de las necesarias energías utópicas para ser acertadas. Mayor carga de estas energías llevaría la decisión, matizada desde luego, de potenciar y nutrir de utopismo la urdimbre de los servicios que atienden y protegen las libertades de los ciudadanos en función de sus demandas en el primer caso, y en el segundo reforzar el orden internacional posthobbesiano relegando al último lugar el recurso a la violencia como en parte hace la Constitución europea que pronto vamos a votar.

José Aristónico García es notario.

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