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Columna
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Identidad

Pasé algún Fin de Año con mis padres en el Hotel Sexi, en Almuñécar, hotel inexistente ya. Era un hotel para ingleses de cuento de Graham Greene, funcionarios secretos al servicio del espionaje británico, jubilados de ceremoniosa amabilidad y afecto en voz muy baja para con el niño español. Al Sexi llegaban exóticos emisarios de una Europa remota en el espacio y en el tiempo. La modernidad europea no coincidía con la intemporalidad de las cosas de toda la vida, Almuñécar en los primeros años 60. Por allí pasó en 1962 Luis Martín-Santos, el de Tiempo de silencio, esa novela que conocen todos los colegiales españoles de los 80 y los 90, lectura obligatoria en el bachillerato.

Entonces Martín-Santos escribió Condenada belleza del mundo, que acaba de publicar Seix Barral. Es una visión de Almuñécar, hace más de cuarenta años. A Almuñécar, a unos 70 kilómetros de Granada capital y a poco más de 10 kilómetros de la provincia de Málaga, llegó Martín-Santos desde las Alpujarras: sequedad y olvido descolgándose sobre las playas y la vegetación tropical, condenada belleza del mundo y asombro del viajero, Luis Martín-Santos, que localiza en la comarca exteriores para una película. Entonces aún se cultivaba caña de azúcar, agricultura de señores lejanos y resignados siervos del país, y el psiquiatra novelista Martín-Santos improvisó un diagnóstico: esta tierra será profanada por caravanas de europeos, los marineros dejarán de pescar, y "todo quedará lleno de orines y preservativos, latas vacías, olor de gasolina quemada, suecos que se han dejado la barba y franceses ruines que ahorran también en vacaciones".

La película sería una historia sentimental, casi llorona, un topicazo, dice Martín-Santos, que viajaba a Almuñécar en libertad provisional, detenido por su militancia contra Franco. Contaba el romance entre un muchacho del pueblo y una turista, un antiguo seminarista pobre y una estudiante rica y francesa, y el idilio simbolizaba la destrucción de la antigüedad incomprensible del lugar y sus habitantes. El muchacho se avergonzaba de sí mismo. La trama amorosa se confunde en el relato de Martín-Santos con la invasión de los artistas cinematográficos en Almuñécar, en 1962, probablemente hospedados en el Hotel Sexi que yo frecuenté con mis padres. Suena, en medio del rodaje, la risa de las mujeres en los balcones, felices de tener ante su casa un espectáculo que no sea una procesión.

Estaba estallando la mayor revolución que ha sufrido el país, la transformación turístico-constructora, mutación radical de la existencia, laboral, indumentaria, alimenticia y moral. Si me voy a Torrox, muy cerca de Almuñécar, al noroeste, en el extremo oriente de Málaga, encuentro otro gran libro: 52 imágenes para el recuerdo, un álbum de fotos recogidas entre los vecinos por Javier Núñez, que comenta las imágenes una por una. Los años 50 y 60 cobran una materialidad de calles, casas, muebles, vestidos, fiestas, faenas, caras y muecas, juguetes, autocares achacosos, olivos y nísperos antes de que los eliminara el aguacate. La identidad o espíritu del país es una cosa cambiante, voluble, exactamente como las formas de ganarse la vida.

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