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Lo otro de la religión

Primero fue el divorcio, luego la guerra de catecismos, el aborto, y ahora el matrimonio de homosexuales: la Iglesia católica se hace noticia en declaraciones beligerantes contra el gobierno de turno que no tendrían mayor importancia si no fuera porque son leídas como recelos contra la democracia. Después de tantos años no parece que se haya avanzado en algo tan elemental como que, en una sociedad plural, la moral de la convivencia tiene que ser laica, es decir, neutra desde el punto de vista religioso. El catolicismo y la laicidad tienen tras de sí una larga historia de confrontación, teñida de sangre por uno y otro lado. A los librepensadores tempranos les ocurrió la misma suerte que a los clérigos durante la revolución: pagaron con su vida por no marchar al paso del tiempo. La famosa homilía del cardenal Tarancón, cuando la coronación del rey Juan Carlos, simboliza la reconciliación de la Iglesia católica española con la versión política de la laicidad, es decir, con la democracia, pero ni entonces ni ahora estuvo dispuesta a conceder que esa laicidad también afecta a los valores públicos que deben regir la convivencia. Esto explicaría las citas periódicas de la Iglesia contra el poder cada vez que éste se adentra en la legislación de asuntos morales con un talante no confesional.

Este enzarzamiento puede tener resultados fatídicos para la religión y no, como piensan los obispos, porque cada nueva conquista laica suponga un retroceso de la influencia católica, sino porque los defensores de valores religiosos, obsesionados en una guerra perdida -la autonomía en el orden moral y el político no tienen vuelta de hoja-, no son capaces de ver el lugar en que hoy más que nunca se está haciendo visible el interés por la religión.

No me refiero a esa "vuelta de lo religioso" que se produce cada vez que alguien proclama muy alto lo de la "muerte de Dios", proclama que queda inmediatamente desautorizada con fenómenos como, por ejemplo, los fundamentalismos cristianos a lo Bush o islámicos a lo Bin Laden, sino a la percepción de que todo el programa de secularización o de laicización no ha podido disolver el núcleo de lo religioso que unos llaman "lo humanamente divino" y otros "lo absoluto terrestre". Ese núcleo irreductible a la autonomía del hombre tiene que ver con la persistencia de valores absolutos por los que uno está dispuesto a morir, es decir, a sacrificar la propia autonomía. ¿Cómo explicarse la autoridad de estos valores superiores a la vida?, se preguntaba recientemente el periódico Le Monde, a propósito de un intenso debate que mantienen dos filósofos franceses, agnósticos por más señas, el politólogo Marcel Gauchet y el ex ministro de educación Luc Ferry. Los dos acuerdan que esa persistencia de un valor absoluto es una herencia de la religión y el debate que se traen entre manos es sobre si hay que reconocer una estructura religiosa del hombre o bien se trata de un exceso histórico que el hombre adulto puede metabolizar en algo natural. Aquí lo religioso no viene de la mano de la religión o de las iglesias, sino del propio hombre.

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Si se discute tan apasionadamente en lugares laicos no es porque se juegue en ello el prestigio o el lugar de las iglesias o del mismo Dios, sino del hombre. El hombre, por muy autónomo que sea, y la política, por muy democrática que quiera ser, tienen carencias tan importantes como no poder fabricar valores, sino sólo recibirlos. Como dice Gauchet, "la autonomía es la fabricación de leyes que están al servicio de los valores", pero no crea valores tan democráticos como la libertad, la igualdad o la fraternidad. Ésos ya estaban allí y de ellos hablaban las religiones. Atrás queda la ingenuidad de tantos laicistas que ven la solución del problema de la religión en su relegación a la sacristía. La consigna ilustrada de "la religión es un asunto privado" sigue siendo válida en un punto -el más decisivo, por cierto-; a saber, que la legitimación del poder político está en el pueblo y no en Dios, pero la religión sigue teniendo algo que decir en dos puntos cruciales del hombre moderno: en el tipo de hombre que queremos ser y en si es posible construir otro mundo. Cuando escritores alemanes como Enzensberger, Walzer o Sloterdijk abogan por acabar con el humanismo que hemos heredado porque ha hecho infeliz al hombre, cargándole con el peso de la responsabilidad por el mal en el mundo, están pensando en dar carpetazo a los derechos humanos, considerados "último resto de la cultura cristiana". Mantener al tipo de hombre que hemos conocido, ése que se pregunta alguna vez en la vida qué debo hacer, qué puedo conocer o qué me cabe esperar; ese hombre, el mismo que frente a las víctimas de Auschwitz reconoce que tiene que hacerse cargo del daño que causa el hombre, ese tipo de hombre no puede pensarse, ni seguramente mantenerse, al margen de lo religioso. Al menos, deberíamos discutirlo por si acaso.

Pero no sólo lo religioso juega un papel en el orden antropológico; también en el político. No, por supuesto, en el orden de las leyes de la política, pero sí en el de los valores que le dan contenido. No es ajeno a este convencimiento el hecho verdaderamente sorprendente de la proliferación de libros políticos, no teológicos, sobre Pablo de Tarso: el del francés Badiou, el del italiano Agamben, el del alemán Taubes o los escritos del checo Zizec. Consideran a Pablo el fundador del cristianismo y, por tanto, referencia obligada para la comprensión de Occidente. A la vista de la facilidad con que países occidentales traducen valores universales de los que son portadores -derechos humanos o democracia, hoy; cristianismo, ayer- por imposiciones violentas, véase Irak, hay pensadores que se vuelven hacia una especie de depósito inagotable de sentido, como es la tradición judeocristiana, para repensar una universalidad que no sea excluyente, una tradición en la que el forastero no sea el bárbaro, sino alguien "como de casa". Y ahí está Pablo, judío de origen, que da forma a un nuevo pueblo elegido, el cristiano, pero que sabe muy bien que el nuevo pueblo lo debe todo a la parte que queda fuera, al pueblo judío. Colocar lo excluido en el centro de gravedad de una política o de una ética es la única manera de pensar un todo sin exclusiones. También se le hacen preguntas sobre la relación entre conservación y revolución o entre libertad y ley.

Como se puede colegir, lo que está en juego es algo másque una benevolente cultura religiosa que permita a las nuevas generaciones comprender El entierro del conde Orgaz o La divina comedia. Se trata de saber si para defender un tipo de hombre o la posibilidad de otro mundo, la religión es o no relevante. La respuesta a esta pregunta no la puede dar un gobierno, ni depende de decisiones parlamentarias, ni será el resultado de unas negociaciones entre el presidente Zapatero y el cardenal Rouco. La respuesta consistirá en argumentos concretos y la dará quien los tenga. Lo que no se alcanza a comprender es que quienes más saben de religión -las iglesias- sean quienes menos aportan a esta tarea, y quienes más se ocupan del hombre por el hombre -los hijos del siglo, como dice Benjamin- den por cerrada esta cantera de significaciones. Parece que los españoles estamos condenados en asuntos de religión, como decía aquel obispo, a no librarnos del palo: por detrás, arreando; o, por delante, mandando. Pero cabe imaginar las cosas de otro modo. El filósofo alemán Jürgen Habermas, poco sospechoso de veleidades mistificantes, escribió una vez lo siguiente: 'Nuestros modernos conceptos de vida auténtica, de autonomía, de socialización e individualización, de tiempo e historicidad, de finitud y emancipación, de éxito y fracaso, de praxis política, dignidad humana, etcétera, en absoluto son conceptos griegos, sino que se deben más a la tradición judeocristiana que a la filosófica'. Está hablando de esos famosos valores 'occidentales' -que vienen de Oriente- y que ciertamente defienden quienes de momento andan entretenidos en que si galgos o podencos a propósito del matrimonio gay.

Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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