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Europa constitucional, Europa de valores

Antxon Olabe

Cuando las tropas rusas del Ejército Rojo ocuparon Berlín en 1945, Europa entera yacía exhausta y desangrada, estupefacta y arruinada. Los europeos contemplaban atónitos lo que no era sino la última masacre de una historia terrible de mil años de guerras y disputas por el poder, la riqueza y el territorio entre unos Estados-nación cuya razón de ser se había formulado a lo largo de los siglos por oposición al otro, por enemistad con el otro. Así, sólo en la primera mitad del siglo XX, Europa contabilizaba decenas de millones de muertos en dos guerras mundiales libradas en buena medida en su propio territorio.

Aquella Europa que había sido cuna de impresionantes civilizaciones, donde el espíritu humano había alcanzado las cumbres cívicas, humanísticas y artísticas del Renacimiento y la Ilustración, en la que habían surgido figuras de alcance universal en la literatura, la música, la poesía, el arte y la filosofía, que fue espacio matriz de un espíritu científico que habría de moldear el futuro de la humanidad, un territorio cuya inventiva e inquietud habían puesto en marcha una revolución industrial y tecnológica de alcance universal, aquella Europa plagada de luces y sombras no podía, no debía permitirse nuevamente otra hecatombe de su civilización.

Los europeos estamos convocados a seguir tejiendo la trama de un extraordinario sueño por el que bien vale la pena luchar
Se equivocan profundamente quienes creen que la urdimbre del proyecto europeo está hecha de cuentas de resultados

Tras la magna escenificación del horror que suponían dos guerras mundiales en apenas treinta años, las mentes y los corazones de las personas más visionarias de la época se conjuraron para que semejante tragedia no volviese a ocurrir nunca más. Tras descender a los infiernos de Dante, Europa regresó de la mano de Beatriz con un sueño. Sobre el humus fértil de tres largos milenios de civilización compartida, se trataba de entrelazar positivamente los intereses de los Estados-nación históricamente antagónicos, creando los cimientos de una Europa unida en la que las inevitables disputas y antagonismos se resolviesen siempre en la mesa de negociaciones y nunca más en los campos de batalla. El sueño de una Europa unida surgió del despertar de una espantosa pesadilla. Muy posiblemente, ahí resida su fuerza última.

Por ello, se equivocan profundamente quienes creen que la urdimbre del proyecto europeo está hecha de cuentas de resultados y supresión de barreras aduaneras; quienes piensan que la Unión es poco más que un paraguas institucional al servicio del capital multinacional, de las élites económicas o de Estados como Alemania y Francia. En su sentido más profundo, en lo que realmente tiene de apuesta histórica y de contribución radical a un nuevo estilo de gobernanza que puede servir a toda la humanidad en este momento de su historia, la Unión Europea es un espacio transnacional basado en valores universales, que hace de la defensa y desarrollo de los mismos su razón íntima y definitiva de ser.

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La Europa constitucional en la que nos vamos a reconocer 455 millones de personas es la de la dignidad humana, la libertad, la democracia, la paz, la solidaridad, la igualdad de género, el desarrollo sostenible, el escrupuloso respeto a las Naciones Unidas, la integración social, la protección de los desamparados y los niños, la que lucha contra la pobreza en los países en desarrollo, la que prohíbe absolutamente las torturas, la que reconoce, protege y alienta la diversidad de personas y culturas. Una Europa libre y democrática en la que queda expresa y tajantemente prohibida la pena de muerte, sin excepciones.

El espacio constitucional europeo refleja también la cristalización de seis décadas de pacto social, en el que la economía de mercado ha quedado tamizada por un Estado social orientado hacia el bienestar de todas las personas. En un mundo en el que los jinetes de la guerra, el totalitarismo, la impiedad, la extrema desigualdad, la pobreza y miseria lacerantes cabalgan con estruendo, la Unión Europea emerge más allá de sus limitaciones y contradicciones como un espacio común de valores universales.

Por ello, la Europa constitucional que vamos a aprobar es la continuación de un experimento humano del que creo sinceramente que, de vivir entre nosotros, se sentirían crítica, pero notablemente satisfechos, hombres y mujeres como Sócrates, Kant, Alfonso X el Sabio, Goethe, Machado, Virginia Woolf, Einstein, Leonardo da Vinci, Madame Curie, Darwin, Newton, Unamuno, Victoria Kent, Freud, Churchill, Simone de Beauvoir, García Lorca, Pablo Iglesias y tantos y tantos otros cuyo pensamiento, obra, vida y valores han sido una guía para el espíritu humano en su búsqueda de la libertad, la creatividad, la paz y la dignidad humana, en su apuesta firme por el entendimiento, la razón y la compasión.

El proyecto de unidad en la diversidad que Europa ha comenzado a forjar es especialmente importante a la vista del momento histórico en el que nos encontramos, caracterizado por una crisis social y ecológica grave de alcance global. Así, la mayoría de los ecosistemas de la Tierra se encuentran en una situación de fuerte degradación ecológica. Equilibrios básicos como el clima, la capa de ozono o la biodiversidad, que han sustentado la evolución de la vida sobre la Tierra han sido alterados.

Al mismo tiempo, el hambre, la miseria, la enfermedad, la extrema desigualdad social y de género, la falta de educación asolan sin piedad a una tercera parte de los seres humanos. La encrucijada que tenemos ante nosotros se podría resumir diciendo que nuestro éxito como especie puede ser también nuestra perdición, si no sabemos, por un lado, preservar los sistemas vitales del planeta y, por otro, integrar, dignificar, valorar y reconocernos en todas y cada una de las personas que comparten con nosotros la vida sobre la Tierra.

Soy de los que creen que si a lo largo del siglo XXI no se produce un importante punto de inflexión en la manera en que la humanidad en su conjunto se relaciona con la biosfera y en la manera en que quedan integrados e incorporados a la gobernanza, al bienestar y a la prosperidad la mayoría de pueblos y sociedades hoy marginados en el sistema económico global, muy probablemente la actual civilización humana caminará directamente hacia su autodestrucción.

Ese punto de inflexión sólo se alcanzará si, en la inevitable lucha por las ideas, las visiones, valores, objetivos, modelos y sistemas de gobierno a los que ya estamos asistiendo a nivel mundial triunfan aquellos que hayan traspasado el umbral de los intereses centrados en la defensa del Estados-nación o de culturas, filosofías y religiones particulares. Las visiones y valores anclados en la defensa del Estado-nación ya no sirven para las necesidades de una sociedad global, mundial, cuyos principales retos han desbordado las fronteras nacionales.

En ese contexto, la fuerza y el alcance histórico de la Europa constitucional nace de que es la continuación de una apuesta de largo alcance que nació del hecho de que las sociedades de Europa se sumergieron de lleno en el lado oscuro de la existencia. Miraron de frente los vertiginosos ojos de la muerte, conocieron en su propia carne y en su propia sangre el abismo absoluto de la guerra total, de la tiranía despiadada del fascismo, el nazismo y el estalinismo, del inenarrable espanto de los campos de exterminio. Y dijeron nunca más.

En 1945, Europa yacía exhausta y desangrada, estupefacta y arruinada. Seis décadas después, los europeos y las europeas estamos convocados a seguir tejiendo la trama de un extraordinario sueño por el que bien vale la pena vivir y luchar, incluso morir. Unos valores universales que nos dignifican y que honran la civilización de la que somos depositarios.

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