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El quinto poder

Rafael Argullol

Si usted quiere jugar a la ruleta rusa, sin pistola ni balas pero con bastantes probabilidades de perder la vida, vaya cualquier sábado por la tarde a la carretera de l'Arrabassada, una hermosa ruta que, atravesando la sierra de Collserola, desciende hacia Barcelona desde el Tibidabo. Allí, en cada curva, podrá experimentar la intensa emoción de afrontar, involuntariamente y sin remedio, el riesgo de recibir el impacto de una moto que circula a su máxima velocidad o de ser aplastado por un coche cuyo motor ha sido manipulado para invadir ruidosamente ambos sentidos de la calzada. De escapar con vida, siempre puede escuchar en la radio de su coche a un responsable de tráfico -yo lo escuché y lo puedo probar- aconsejando a los ancianos seguir cursillos de educación peatonal, dado que el 50% de los transeúntes atropellados son viejos y "no siempre los automóviles tienen la culpa de los accidentes".

Todo eso podría ser únicamente una anécdota macabra si hubiera la posibilidad, aunque fuera remota, de que el citado burócrata hubiera ya dimitido por su insolente estupidez o que alguna autoridad local o universal hubiera puesto coto al salvajismo de l'Arrabassada. Pero el burócrata, pongo las manos en el fuego, no ha dimitido y la autoridad permanece indiferente a la indeseada práctica de la ruleta rusa por parte de los ciudadanos. De hecho, cualquier vecino de la zona sabe que el siniestro juego dura desde hace años y que, además, sería muy fácil acabar con él con una mínima disposición policial de control. Sin embargo, de interrogar a la autoridad competente usted sacaría la conclusión de que tal control es endiabladamente difícil porque depende de tantos factores que es casi imposible una actuación inmediata. En consecuencia, silencio.

Lo aparentemente sencillo es, desde luego, muy complejo. Cualquier ingenuo podría preguntarse por qué se venden coches que alcanzan los 240 kilómetros por hora cuando en casi ninguna carretera europea pueden superarse los 140, y por qué esos 100 kilómetros de "velocidad ilegal", precisamente, se ofrecen como prenda en la competencia entre fabricantes, y por qué se emiten anuncios legalmente permitidos en los que se disimula seductoramente esta transgresión de la ley y, unos pocos segundos después, otros, oficiales, en los que una Dirección General muestra la sangrienta cosecha de muertos en la carretera. Para disuadir a los jóvenes que gastan su adrenalina -y la vida de los demás- en sus coches y motos sería necesario modificar tantas cosas que el funcionario de turno se muestra escéptico o evasivo. Piensen en lo que significa intervenir en la cadena que une el interés del fabricante con el de la publicidad, y el de ésta con el de la televisión, y el de ésta con el interés nacional que regularmente nos informa de nuestra salud pública según el número de coches vendidos. Además, los jóvenes siempre tendrán adrenalina para gastar. El ingenuo cree que es sencillo, pero el experto sabe que todo es rematadamente complicado. Mientras el experto no se pronuncie, es mejor guardar silencio.

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La duda es la siguiente: ¿guardamos silencio porque no sabemos o somos silenciados para que no sepamos? Somos libres para hablar, es cierto, pero ¿estamos en condiciones de hacerlo? Sería abrumadoramente simple interrumpir la ruleta rusa de l'Arrabassada, pero, al parecer, nadie lo hace porque, en el fondo, se considera peligrosísimo clausurar el casino, por ilegal o inmoral que sea.

Afortunadamente para usted, si es temerario, abundan en nuestra vida numerosos casinos de este tipo. Algunos, gigantescos y, con escasos sobresaltos, igualmente rodeados de impunidad. Desde la ingenuidad quizá nos parezca natural denunciarlo pero, si lo meditamos bien, renunciamos a tal denuncia y callamos porque, según nos dicen los expertos, desconocemos los reales mecanismos de "lo que es". No es tan sencillo, no es tan sencillo: cállate.

Si no estamos en condiciones, por falta de información y convicción, de pronunciarnos sobre lo que ocurre en nuestras carreteras exteriores, cómo vamos a estarlo en lo que sucede en nuestros caminos interiores cuando, por ejemplo, nos tragamos todo tipo de medicamentos sin auténticas posibilidades de resistencia crítica. De tenerlas, seguramente llegaríamos a la conclusión de que esta ruleta es aún más arriesgada que la que arroja la bola sobre la rueda de los accidentes automovilísticos. Pero no las tenemos y, por consiguiente, una férrea conspiración de silencio rodea a la industria farmacéutica, un escenario opaco de dudosas complicidades políticas y jugosos sobornos médicos. Todos los que están cerca de él saben que en este escenario un dios negro media codiciosamente entre la vida y la muerte. Todos lo saben, pero casi todos callan. Algunos por temor, otros por proverbio; los más, no obstante, porque es un mundo "demasiado enrevesado" para abrir una ventana de luz. De nuevo, el silencio.

Recientemente, una multinacional ha retirado el medicamento Vioxx (rofecoxib) del mercado debido al excesivo riesgo de accidentes cardiovasculares. La empresa en cuestión es acusada ahora de miles de muertes mientras una campaña rival que mantiene un producto competidor ha publicado enormes anuncios asegurando la bondad de su mercancía en un lenguaje ciertamente sospechoso que, de algún modo, ha aumentado la confusión. Es ya una cuestión de expertos antes de ser una cuestión de abogados y, después de larguísimos procesos, una cuestión de olvido.

Un amigo médico habló acusadoramente de la droga ahora prohibida hace ya mucho tiempo y con un diagnóstico exacto al actual sobre sus riesgos. El grave peligro era, pues, conocido, aunque la maquinaria funcionara implacablemente. ¿Cuántos médicos dejaron de recetar la droga? ¿Cuántas páginas de publicidad dejaron de imprimirse? Hay que citar, no obstante, una formidable excepción a la conspiración de silencio cuando en el año 2003 el doctor Joan Ramon Laporte denunció pormenorizadamente los riesgos de Vioxx en la revista Butlletí Groc. Fue llevado inmediatamente a juicio por la empresa productora. Absuelto, no es obviamente ajeno a la retirada del producto, junto a quienes, sobre todo en Estados Unidos, compartían su opinión. Voces reconfortantes en medio del silencio.

La regla, sin embargo, es el silencio. O mejor: el silenciamiento. Algo que se consigue sin necesidad de expresarlo. Basta con imponerlo con una telaraña asfixiante que atrapa al ciudadano y convierte lo sencillo en "demasiado complejo". Las grandes empresas farmacéuticas, al igual que las automovilísticas, envuelven al potencial consumidor con un cerco de mensajes del que es casi imposible escapar, puesto que cualquier eventual discrepancia quedaría rápidamente anegada en el inmenso poder de propaganda enmascarada como información. Mientras en la pantalla aparece el paraíso, una voz en off recomienda: "Lea atentamente las instrucciones que acompañan al medicamento". Léanlas y tendrán una muestra "literaria" de cómo lo que creían sencillo -no arriesgar el pellejo innecesariamente- es demasiado complicado, demasiado abstruso, para que lo descifre alguien que no sea un experto, aquel centinela que vela por nosotros en un lugar oculto del laberinto del mercado. ¿Hay alguien capaz de llegar al corazón de este laberinto? No, al parecer; ni siquiera los Estados, de proponérselo. Silencio, por tanto.

Usted, para evitar el más que previsible accidente, puede dirigirse a un guardia municipal, si lo encuentra. Aparte de fastidio, advertirá seguramente impotencia en su mirada. El médico que lo atiende no tendrá una expresión muy distinta si le pide protección ante las consecuencias de ciertas drogas legales. Uno y otro encuentran su petición demasiado compleja para estar a su alcance. Pero es muy probable que un presidente del Gobierno medianamente sincero reaccione de manera similar. Al fin y al cabo, él no es sino el peldaño más alto de una escalera en la que se encontraría a un buen alcalde que puede hacer muy poco para mitigar el saqueo inmobiliario o a un juez competente que no sabría por dónde empezar si quisiera erradicar la apoteosis de la maledicencia proclamada por gran parte de las televisiones. Lo que hasta hace un rato parecía nítido se vuelve realmente oscuro cuando se advierte la impotencia de lo que creíamos era el poder.

Los tres poderes clásicos, e incluso el cuarto -la prensa- nacido para fomentar la transparencia de éstos, parecen obligados a callar ante la sombra absorbente del quinto poder, el que se alimenta constantemente de la opacidad y el silencio y rodea las circunstancias cotidianas del hombre con tupidas salvas de imágenes y palabras. Este quinto poder es tan coercitivo porque se presenta, y es aceptado, como "lo que es", es decir, tal como el mundo o la realidad o la existencia o la vida son, sin asomo alguno de duda. ¿Y quién se atreve a hablar ante tal contundencia?

Al fondo están, desde luego, la codicia y el beneficio sin escrúpulos. Pero el quinto poder va más allá de ellos. Más allá del codicioso, del especulador, del burócrata de los peores saqueos, pues también ellos acaban desbordados por su fuerza y por su engaño. Nadie, ni quienes se ufanan de aprovecharse de él, está en situación de oponerse al gigantesco fantasma que, usurpador de "lo que realmente es", convierte el mundo en un mercado de consumidores silenciados: usted no puede hablar porque hace mucho tiempo que ha perdido la noción de lo que significa hablar. Déjelo a otros que, a su vez, lo dejarán a otros. La cadena invisible del quinto poder.

El quinto poder, por tanto, no es sólo el Gran Mercado, sino sobre todo la atmósfera espiritual que lo acompaña, una atmósfera en la que, mediante la mentira y la propaganda, ninguna palabra mantiene su significado original.

Claro que quizá hay otra manera posible de enfocar las cosas. Imagínese que usted no quiere perder su ingenuidad y quiere llamar a las cosas por su nombre. Imagínese que no deja su vida en manos de expertos. Imagínese que tampoco un médico está dispuesto a recetar lo que le dicen. Imagine que, a pesar del fastidio, el guardia municipal se dirige a la carretera de l'Arrabassada. Imagínese, por fin, la importancia decisiva de las pequeñas acciones individuales frente a las silenciosas complicidades colectivas. Y, de pronto, el hechizo tal vez empiece a desvanecerse.

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