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Columna
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Información al consumidor

La lírica de las etiquetas todavía no ha sido debidamente valorada, ni siquiera por esos millones de personas que comen solas y se dedican a leerlas, a recortarlas a veces, y a guardarlas como si fueran tesoros de la literatura universal, porque cuando se está abocado a la vida solitaria, la única compañía -aparte de la radio- es la de los soberbios pasajes de la literatura del envase. El modo de preparación ha salvado a muchos del suicidio -seguro que a muchos más de los que se imaginan- y las recomendaciones culinarias cumplen la función de la visita al psicólogo, lo mismo que la información nutricional es una excelente metáfora de la vida y la muerte.

De tal modo, la rebanada de pan sobre la que se extiende por la mañana la soledad amarga -acompañada por la tristeza del Omega 3 en la leche- no es una rebanada de pan, sino una declaración de principios que se presenta camuflada en medio de una educada y discreta disertación sobre lo que sucede con la fibra, cuando, tras una transformación similar a la de una oruga en mariposa, se hace presente en forma de -digamos- beneficios inmediatos para el consumidor.

La recomendación de leer la etiqueta no es vana. Su lectura no es incompatible con la de Schoppenhauer, ni con la de Nietze, y proporciona un ejercicio mental parejo con su disfrute. Ya no se puede decir que la gente no lee: ¿acaso no es cultura la composición del alimento, la fecha de caducidad, y un álbum de recortes de sugerencias del día, que alguna persona -ahora mismo- está hojeando sentada en un taburete de la cocina? ¿Acaso no es investigación de interés filosófico comprobar de qué está hecha la salsa de tomate? ¿Acaso no es inquietud cultural analizar los paquetes de leche, intentando descifrar las nuevas fórmulas mediante un cuidadoso razonamiento que puede discurrir por la mente, por qué no decirlo, de la misma forma que la fibra en los intestinos?

Ahora ya no se estila mencionar a Dostoievski como autor favorito, sino a Natacha, la escritora de la mantequilla. En las cocinas monoplazas se monologa sobre el valor energético, las proteínas, los hidratos de carbono y las grasas, que llenan ese vacío que experimentamos cuando no hay una conversación a la mesa, y ni siquiera una triste mosca invitada en la sopa. Las despensas son así, improvisadas bibliotecas de Alejandría que se consultan en las mesas puestas para una sola persona, bajo la luz fluorescente de los tubos. Lo que quizás para los que comen en colectividad pase desapercibido -y para los que no comen es ignorancia- está considerado por los consumidores solitarios como la Gran Literatura.

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