_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un hombre bueno

He conocido a muy pocos políticos a quienes no acompañe una sombra permanente. Aquel descalabro electoral, cuyos cadáveres y deudas andan todavía por ahí, medio enterrados; aquella defenestración despiadada, cuando se estaba en lo más alto; la huelga que truncó un camino y sigue supurando, gota a gota, por las laderas del insomnio; esa sospecha de corrupción, que no se disipa; la ambición sin límites, que todo lo ensucia. Sombras. Sombras indestructibles. Ellos creen que no se les nota, porque cuando se vuelven a mirarlas, ellas también se vuelven. Son como el ángel negro, que sonríe sarcástico, pero siempre detrás.

Entre esos pocos a quienes nunca vi sombra alguna, estaba Alfredo Pérez Cano. Un brillante ingeniero consagrado a la política, al que nadie escuchó una voz más alta que otra. Dominaba la administración andaluza, de arriba abajo, con prudencia exquisita, pero con análisis de hierro, que todo el mundo esperaba o temía. Hasta que Pérez Cano no veía claro un asunto, lo mejor era abstenerse, esperar un poco. Así años y años, presidente tras presidente. Sacando muchas castañas del fuego, para que otros no se quemaran. (Lo que no siempre le agradecieron, por cierto). Hasta Manuel Chaves reconoció, el pasado día 6, en el homenaje civil que se le tributó -por fin un acto público sin curas, para un hombre que era profundamente agnóstico-, que sin él se sentía menos seguro. También reveló que había fracasado varias veces en su intento de hacerle consejero. Qué raro, ¿verdad? Pues así era Pérez Cano. Rehuía el fulgor de las cámaras en la misma medida en que otros se arañan ante ellas. Ciertamente, no parecía un político, o por lo menos un político de estos tiempos, demasiado a menudo transformados por el ejercicio del poder, hacia la mediocridad, desde luego. Hacia cosas peores, también. Una de las razones, si no la principal, por la que nadie debería ocupar el primer plano más allá de dos veces, tres a lo sumo. Pero a esta democracia le queda mucho que aprender todavía de personas como Pérez Cano, cuyo secreto en realidad era bien simple. Se resistió mientras pudo a que nadie le robara ni le enturbiara el patrimonio de su condición natural. Quién sabe si la muerte no acudió en su auxilio cuando ya las cámaras empezaban a perseguirlo demasiado.

Todos se deshicieron en elogios hacia este hombre bueno el pasado día 6. Y apostaron por que su legado no se pierda. Pues bien, quizás esto no sea demasiado difícil. Además de proyectos concretos, como la fusión de todas las cajas de ahorro andaluzas en una sola -para lo que Chaves ha perdido a un aliado fundamental-, a otras muchas cuestiones pendientes les serán de aplicación aquel criterio con el que Alfredo despachaba una disposición, una medida, que se le resistía más de la cuenta: "Eso en mi pueblo no lo van a entender". Bastantes cosas hay por delante en esta complicada hora a las que poder aplicar ese módulo primario -y primordial- de la política. Pienso, por ejemplo, en la reforma del Estatuto. Mucho van a tener que sudar la camiseta nuestros parlamentarios para que la entiendan en el pueblo de Alfredo Pérez Cano, como en el mío o en el de usted. Pero que no se olviden de esa regla de oro, porque seguro que aciertan. Y al contrario.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_