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Octubre del 34: las dos memorias

En su tiempo, la insurrección obrera de octubre de 1934 en Asturias pareció demostrar que era posible repetir en España las dos fases de la revolución rusa de 1917. Por eso, Santiago Carrillo y Amaro Rosal, ambos socialistas de izquierda, titularon en 1935 Octubre: segunda etapa el folleto en que defendían la reiteración en la táctica revolucionaria. El heroísmo de los mineros en lucha y la brutalidad de la represión militar fueron las dos caras de una imagen mítica destinada a durar. Al otro lado de la Guerra Civil, la identificación entre la personalidad histórica de Asturias y su vocación revolucionaria resurgió con las huelgas de 1962, apagándose luego sólo paulatinamente. Un último eco puede rastrearse en las estrofas del canto de Víctor Manuel a su tierra natal, donde Asturias da prueba de su reciedumbre, al jugarse por dos veces la propia vida en ocasiones sucesivas. Obviamente, en octubre de 1934 y en julio de 1936. No obstante, muy pronto el referente de la insurrección fracasada dejó de ser la clave para los planteamientos políticos de la izquierda. De cara a las elecciones de febrero de 1936, importó sobre todo la imagen de represión, con la fotografía del cuerpo torturado del periodista Javier Bueno, las condenas a muerte y los treinta mil presos. Soplaban ya nuevos vientos con el reconocimiento de que el antifascismo constituía la absoluta prioridad para las organizaciones obreras. En las distintas variantes del Frente Popular quedaron fuera de campo las segundas etapas.

Para la derecha, tanto en Asturias como en Cataluña, el desenlace de octubre representaba la contrarrevolución inacabada. Tuvo lugar lo que José María Gil-Robles denuncia como "el abuso manifiesto de las amnistías y los perdones". Muchos encarcelados, pero pocos fusilados. Suspensión temporal de instituciones como la Generalitat y de leyes reformadoras del primer bienio republicano, sin que el régimen se viera afectado. Aquí sí resultaba imprescindible la segunda etapa: "Contra la revolución y sus cómplices" fue la consigna de la CEDA para las elecciones de 1936.

La reciente historiografía neoconservadora ha insistido, sin embargo, en que es octubre de 1934 el momento de quiebra definitiva de las instituciones republicanas y, consecuentemente, el punto de partida de la Guerra Civil. Julio del 36 no sería sino la respuesta aplazada al levantamiento obrero. Tal opinión de panfletarios conversos es compartida en lo esencial por historiadores más profesionales. La puesta en marcha del movimiento, el 4 de octubre, como respuesta a la entrada en el Gobierno de tres ministros de la CEDA había sido para ellos "un despropósito", ya que la organización del catolicismo político compartía con el republicanismo de Lerroux el espacio del centro-derecha al cual dieron su voto los electores un año antes. Al parecer, ni Gil-Robles era el austriaco Dollfuss, ni tampoco Dollfuss era Hitler (por supuesto que no; tampoco Oliveira Salazar o Franco eran nazis, lo cual no les privó de ser profundamente reaccionarios, lo mismo que el canciller austriaco tras aplastar a la socialdemocracia en febrero de 1934). En la medida en que "el historiador" prescinde lisa y llanamente del más mínimo análisis del contexto, de las ideologías y de las mentalidades, puede conducir a la grey de sus lectores hacia la interpretación de fachada equidistante que le dicta o les dictan su sentido común, no los datos. Y claro, una huelga general que desemboca en insurrección obrera es algo muy mal visto en estos tiempos: así que condena retrospectiva y sanseacabó.

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La cuestión no es justificar, y menos "exculpar", al Octubre español, sino someter a prueba el supuesto asumido entonces por el PSOE y por la UGT de la insurrección preventiva. A este efecto, hay que revisar cuál era el contexto europeo y qué riesgo para la democracia podía entrañar el ingreso de la CEDA, dirigida por José María Gil-Robles, en un Gobierno de coalición con el Partido Radical. Ante todo, hace falta recordar que los antecedentes de Alemania 1933 y de Austria 1934 eran todo menos tranquilizadores; de ahí que fueran juzgados desde la izquierda como pruebas, primero de que la democracia por sí misma era incapaz de resistir a "la voluntad de poder" del fascismo, y segundo, de que el apego a los procedimientos legales de la socialdemocracia llevaba al suicidio al conjunto del movimiento obrero. Acudamos para Alemania al balance establecido por el nada radical Ernst Nolte: "En pocos meses, Hitler llegó a lograr lo que ningún político burgués antes que él había podido hacer: eliminar de la escena política al Partido Comunista, al Partido Socialista y a los sindicatos". En cuanto al canciller Dollfuss en Austria, líder del catolicismo político, desde su llegada al poder en mayo de 1932 había ido desmantelando paso a paso el régimen representativo y las organizaciones obreras, prosiguiendo la labor de lo que se llamó el fascismo clerical, iniciada a fines de los años veinte. La creación de campos de concentración en septiembre de 1933, el gobierno mediante decretos de urgencia y los límites puestos a la libertad de prensa fueron otros tantos hitos en la marcha hacia un régimen explícitamente "autoritario". Resulta inexplicable que un historiador o publicista riguroso ignore esos antecedentes del levantamiento socialdemócrata de febrero de 1934. Con la mira puesta en un ordenamiento corporativo a la italiana, apoyado en la supresión de todo pluralismo, Dollfuss escribía el 22 de julio de 1933 a su mentor Mussolini: "Hemos construido el Frente Patriótico sobre la base del Führerprinzip y yo mismo soy el Führer de ese Frente". Democracia cristiana pura, como apreciará el lector. Ello es compatible con el rechazo de un austriaco como Dollfuss a la hegemonía de la Alemania de Hitler. Por eso le mataron los nazis austriacos.

¿Había motivos para temer que el "jefe" de la CEDA fuera el Dollfuss español, tal y como pensaron muchos socialistas? Demos la palabra a José María Gil-Robles, portavoz como Dollfuss de un catolicismo político opuesto a la democracia. El catedrático de Salamanca había sido elegido en noviembre de 1933 dentro de una "candidatura antirrepublicana" (sic) poco después de regresar de la Alemania de Hitler. Miraba con simpatía la experiencia nazi, aun sin suscribir enteramente una política cuyos supuestos "panteístas" le era imposible compartir, en buen católico. A su juicio, "en el fascismo hay mucho de aprovechable": entre otras cosas, "su neta significación antimarxista, su enemistad a la democracia liberal y parlamentaria", y un "aliento juvenil" opuesto al "desolador y enervante escepticismo de nuestros derrotistas e intelectuales". "Para mí, la necesidad del momento presente es una derrota implacable del socialismo", afirma en octubre de 1933. "Nos hallamos como un ejército en pie de guerra", añade. Objetivo tras la victoria electoral: "El hacer una España nueva, el hacer un Estado nuevo, el hacer una Nación nueva, una Patria depurada de masones, de judaizantes, de separatistas...". "En el mundo entero -juzga- están fracasando el parlamentarismo y los excesos de la democracia". "El elemento unitario para una política totalitaria lo encontramos en nuestra gloriosa tradición", concluía. Franco no lo hubiera dicho mejor, si bien hoy sabemos que el "poder fuerte" exigido por Gil-Robles, enfrentado a la Constitución de 1931 antes y después de octubre de 1934, se detenía en las puertas de la dictadura que en cambio propugnaron muchos de sus seguidores. Sin llegar a ser la CEDA "un auténtico partido fascista", estima el politólogo José Ramón Montero, "su fascistización, inseparable de sus propósitos contrarrevolucionarios, fue superior a un mero contagio ideológico fascista". Y en cuanto a sus juventudes, de nuevo según Montero, las JAP, habría sido "la organización política más fascistizada de cuantas existieron en la II República".

La cascada de citas resulta imprescindible para probar que existían poderosas razones para temer que el acceso al poder de la CEDA constituyese la antesala de la supresión del régimen democrático. Tal había sido el camino trazado por Dollfuss en Austria y las palabras de Gil-Robles eran aún más rotundas que las del canciller de bolsillo austriaco. Por ese motivo, los dirigentes socialistas confiaron hasta el último momento, el 3 de octubre de 1934, en que el presidente Alcalá-Zamora mantuviera cerrada la puerta del Gobierno a un partido tan netamente anticonstitucional. "Hasta que no lo vea en la Gaceta, no lo creo...", dijo al parecer Largo Caballero. Otra cosa es que la radicalización socialista desde mediados de 1933 tuviera como base una interpretación primaria de lo que era una política socialista en democracia, con una propensión asimismo suicida a responder mediante la insurrección a un eventual giro político a la derecha. Salvo Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos, los socialistas habían tenido enormes dificultades para racionalizar su participación en el Gobierno entre 1931 y 1933; lo propio del socialismo consistía en lograr reformas sociales y consolidar la República, pero sorprendentemente la democracia en cuanto tal no entraba aún en su estrategia. Además, a la altura de 1933, cobra cada vez mayor fuerza el espejismo consistente en presentar a la URSS como una solución definitiva, tanto para conseguir un mundo nuevo para los trabajadores como para derrotar al fascismo y vivir sin crisis económicas. Nunca fue más apropiada la etiqueta puesta por François Furet de "la gran ilusión".

En todo caso, tras la derrota del Octubre asturiano (en realidad, vasco-asturiano-catalán), las aguas volvieron a su cauce con el establecimiento del Frente Popular, cuya victoria en las urnas quisieron cedistas y militares anular desde un primer momento. A excepción de Falange, los partidos de derecha conservaron todos sus derechos hasta julio de 1936, y mientras tanto los militares se dispusieron a preparar en gran escala lo que algunos ya habían intentado con el golpe de Sanjurjo en agosto de 1932. Ciertamente, la insurrección de 1934 agudizó las tensiones que precipitaron la crisis del régimen. A posteriori, puede decirse que no hizo bien alguno a la democracia republicana. Todo lo contrario. Ahora bien, nada indica que los generales hubiesen permanecido en los cuarteles ante una nueva victoria electoral de la izquierda, ni que sin octubre de 1934 las organizaciones obreras consiguieran preservar el espíritu de movilización merced al cual pudieron ofrecer una fuerte resistencia al golpe militar en julio de 1936.

Marta Bizcarrondo es catedrática de Historia Contemporánea.

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