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Columna
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El último cristal

Quizá nos estemos perdiendo algo, es posible que a nuestra vida le falte una pieza que dé sentido al resto, un último cristal que complete nuestra figura y dimensión. Transitamos por la vida confiados en nuestra interpretación del mundo y nuestra misión en él, nos sentimos aparentemente seguros de nuestras provisiones espirituales y de nuestras conciencias. Para poder ser feliz es necesario confeccionarse unos objetivos, unos valores, unas creencias y así, de una manera defensiva y autoafirmativa, nos blindamos de nuestras convicciones y avanzamos sin muchas pausas ni miradas atrás. Este fin de semana he estado en Loja, un pueblo en el valle de Granada, hospedado en una residencia de curas Claretianos participando en unas jornadas con cientos de jóvenes cristianos sobre la indiferencia de la juventud respecto a la religión. Yo era allí el único agnóstico tirando a ateo intentando explicarles por qué Dios y los predicados de la Iglesia no resultan convincentes.

Ellos deseaban oír una voz discordante con su fe tanto como yo ansiaba comprender las sólidas razones de sus creencias. Nadie intentaba convencer a nadie, simplemente debatimos con fascinación. Lejos de resultarme personas aducidas por ilusiones sobrenaturales, jóvenes atrapados en la gigantesca secta del cristianismo, encontré a unos chavales enriquecidos por sus creencias, felices sin combate ni resentimiento con su forma de concebir el mundo. Albergaban su fe como un tesoro, vivían en sus convicciones como en un fabuloso y prometedor planeta recién colonizado, en una feliz infancia irreconciliable para el incrédulo. A los ojos del creyente, la luz del cristiano no sólo resulta una quimera, sino que proyecta una serie de sombras sobre sus vidas que distorsiona la realidad. Su universo espiritual me resultaba incomprensible y ajeno y, por tanto, indeseado, pero no por ello desaparecía la inquietante sensación de estar perdiéndome algo.

El creyente avanza por la vida con el comodín de la fe, una cantimplora extra que el laico no posee. La esperanza de vida eterna, la seguridad de sentirse amado y protegido por un ser superior que comprende y dispone por y para ti, otorga una paz y un entusiasmo del que no gozamos quienes poblamos este mundo con la sensación de contar sólo con nosotros mismos (y no siempre).

La mayor parte de la juventud ha dejado de rendir culto a Jesucristo, pero se sigue considerando creyente. La necesidad de confiar nuestra vida y nuestra muerte a una causa que nos sobrepase no ha caducado. Lo que ocurre es que la Iglesia ha perdido los derechos de imagen de Dios y hoy cada uno se confecciona la religión a su gusto, adoptando las creencias y los ritos que le son más satisfactorios. Dios dejó de ser un personaje vivo y determinante en el franquismo para convertirse en un cadáver en la Transición. Hoy ya sólo queda el mito y las leyendas son patrimonio de todos, cada uno tiene permiso para adorarle a su manera.

El cristianismo está obsoleto, con su Papa decrépito y sus instituciones rancias y corrompidas, pero el ansia de amparo no ha cesado de manifestarse en la juventud. Los nacionalismos, la música o las luchas antisistema son hoy un sustitutivo de la vieja religión. Por otro lado, la inmigración y el gran escaparate mundial que se nos brinda a través de la televisión y de Internet nos ofrece todo un menú de nuevas creencias, desde el islamismo hasta el budismo, desde la filosofía zen al neoecologismo.

Anteayer se inauguró en Madrid la nueva sede de la Iglesia de la Cienciología. Esta "religión" que en otro tiempo ni hubiera tenido el poder económico ni al arrojo moral de instalarse en el centro de Madrid y de anunciarse en los periódicos a toda página, ahora se ofrece como una lícita alternativa a la religión cristiana o a tantas otras creencias más o menos esotéricas. Todo el mundo tiene derecho a buscar "herramientas que resuelvan los problemas de la vida", como dijo Tom Cruise en la ceremonia de apertura. Envuelta en el halo fashion de las estrellas cinematográficas, la Cienciología se presenta como un culto diferente e in. Dioses cienciológicos, cristianos o extraterrestres, para el ateo no serán más que espejismos y mirará al creyente como observa al amigo loco por la chica más fea del mundo. Jamás se cambiaría por él, alguien incapaz de percibir la realidad con nitidez, pero, a la vez, cómo no envidiar sentirse enamorado...

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