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Martirio por causa de la justicia

Cuando los opresores ordenaron en la primavera de 1980 la muerte del arzobispo Romero, la jerarquía de la Iglesia romana ya había sentenciado la muerte de la teología de la liberación, de la que el prelado de San Salvador era el mejor símbolo. Pero Romero no fue un revoltoso ni un marxista. Su biografía lo define incluso como un conservador, hasta que en 1977 aparece muerto salvajemente uno de sus sacerdotes. Denunciaban la terrible pobreza del pueblo, el drama de los desaparecidos, la riqueza acumulada por cuatro familias... "Cuando doy alimento a los pobres, me llaman santo. Cuando pregunto por qué los pobres tienen hambre, me llaman comunista", se venía lamentando otro arzobispo, Dom Helder Cámara, de Brasil. Por eso los mataban. No por defender dogmas o una moral, tampoco por causa de liturgia o predicaciones escatológicas. Morían por amparar a los pobres y represaliados por el poder, en una soledad que el arzobispo Romero denunció poco antes de ser asesinado, señalando sin tapujos la indiferencia de la Iglesia oficial española, por ejemplo, y, sobre todo, la ostensible lejanía de sus correligionarios romanos. Los teólogos de la liberación que persisten -y son todavía muchos- acuñaron tras esta muerte un término que Roma, retrasando la beatificación del mártir salvadoreño, aún ignora: la idea del "martirio por causa de la justicia".

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