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Columna
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Arte

El jueves, en la medianoche olímpica televisiva, después de un día asfixiante de nubosidad baja (niebla como un sombrero de cinco kilos y calor como una funda de guata húmeda), vi en el teletexto de TVE, el más rápido en cambiar de página, cómo iban las investigaciones sobre El grito robado de Edvard Munch: los detectives seguían huellas que conducen a la Costa del Sol y la mansión de un magnate de la droga y el alcohol ilegales, contrabandista, nuevo rico de los años 80. Lo decía un periódico noruego, aunque nada o muy poco aparecería en los periódicos de aquí, donde la policía, según leí el viernes en La Opinión de Málaga, no ha recibido noticias de la Interpol ni de sus colegas de Oslo.

Es el mundo fabuloso del arte: un golpe con capucha y pistola, dos criminales, un cañón en la sien del guarda museístico, turistas que miran en el Museo Munch de Oslo, paralizados, desvaneciéndose, gritando, viéndose en el cuadro que ahora descuelgan los ladrones, como si la obra maestra expresionista fuera un espejo de feria, deformante, la cara desestructurada, como decía Georg Simmel, descompuesta, diríamos nosotros, desorbitados los ojos. Treinta segundos tardaron en llevarse el cuadro, una mañana de domingo, religiosa, a la hora de la misa de la gente ordenada, las once. El robo duró lo que dura el campanillazo de un monaguillo que llama a los fieles.

El arte tiene una dimensión sagrada, sacrificial, violenta. Los museos de París, Londres, Berlín y Nueva York conservan la historia impía de los imperios y los colonialismos: momias de Egipto, relieves asirios, el Partenón griego despedazado, la luz cruel de las cortes italianas renacentistas, santuarios de África, Asia y Europa. El buen gusto tiene un fondo bestial, criminal, de monarcas, guerreros, piratas, saqueadores y comerciantes. Hay una épica, un sensacionalismo del arte. Todo esto se repite. Otro Grito de Munch (los artistas originales son los mejores copistas de sí mismos, y Munch copió su Grito muchas veces), ya fue robado de otro museo durante otras olimpiadas, el día de la inauguración de los Juegos de Invierno de 1994.

Como todo lo que tiene que ver con el deseo, la conquista y la posesión, museos y obras de arte son centro de misterios novelísticos y cinematográficos. Y ahora, desde el Ártico incandescente y angustioso de Munch, la imaginación nos lleva a otro mundo fantástico, Málaga, el sur, la Costa del Sol, ese romance que se va fabulando anónimamente desde los años 50 con fugitivos hitlerianos poseedores de tesoros artísticos arrancados a las grandes ciudades europeas, príncipes sin trono, reyes y reinas del cine, poetas internacionales, tenistas y golfistas, vendedores de armas, contrabandistas de sustancias legales e ilegales, un magnate noruego que habría encargado el secuestro del Grito angustioso. Rico y traficante de los 80 (los años de la música más falsa de la historia: percusión y violines electrónicos, sintéticos), ahora oye El grito mudo de Munch en el sótano blindado de un palacio marbellí. Es una escena en una película de James Bond. Pertenece a la realidad, aunque sólo sea la realidad puramente imaginaria.

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