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CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Límites y nuevo horizonte de la excepción cultural

Cuando en enero de 1635 Louis XIII, a instancias del cardenal Richelieu, crea la Académie Française, decisión política que reconoce al escritor su autonomía, al tiempo que le priva de su libertad, nace lo que podríamos llamar la prehistoria de la excepción cultural. Varios siglos más tarde, en 1959, el general De Gaulle asume el invento del Ministerio de Cultura para que André Malraux ponga en marcha la "democratización de la cultura", entendida la maniobra como "cultura de élite para todos". La televisión pública -la única existente en aquellos años- propone a Esquilo o a Racine a la ciudadanía en horario que aún no se llama prime time.

La Revolución o algarada, como prefiera el lector, de Mayo 1968 va a resquebrajar las convicciones culturales del Estado. La llegada de Jack Lang al frente del ministerio, en 1981, va a cambiar la orientación de la política cultural. Con Lang, la democratización ya no pasará por llevar la buena nueva de la Ilustración a todos los rincones de Francia, sino por aceptar que existen muchas formas de cultura. El rap, el tag, las instalaciones, el hip-hop, el circo, el vídeo, el remix, la moda o el cómic vienen a sumarse a las creaciones del espíritu merecedoras de la protección de las instituciones. En la práctica, el concepto "excepción" cede su protagonismo a la "diversidad", entendida como un elogio del multiculturalismo, una aceptación e igualación de las culturas, todas distintas en su forma de expresión, pero todas de idéntico valor.

La ampliación del área cultural ha tenido una doble consecuencia hoy insostenible: por un lado, se han multiplicado los centros o museos, con un coste de inversión y mantenimiento cada vez mayor y, por otro, ha favorecido el crecimiento de la nómina de "artistas" o equiparados, es decir, personas con derecho

al sistema de protección social imaginado en 1936 para los técnicos del sector cinematográfico. Son los llamados "intermitentes del espectáculo", y sus subsidios son abonados por el conjunto de trabajadores del sector privado que, en mayo de 2003, decidieron poner remedio a una deuda cada vez más importante. Las consecuencias son conocidas: anulación ese año de diversos festivales, entre ellos los de Aix-en-Provence y Aviñón.

Pero la política de excepción cultural, cuya pervivencia hay que renegociar justo cuando hoy da signos de fatiga en el interior de Francia por las razones esbozadas, es aún una poderosa arma en la confrontación internacional. Si en 1981 Jack Lang impuso el precio único obligatorio para el libro, para así protegerlo de la agresividad comercial de las grandes superficies y de la uniformización inherente a la publicidad televisiva o radiofónica, aún prohibidas, en 1993 el propio Lang y su sucesor, Jacques Toubon, defienden en el seno del GATT que los bienes y servicios culturales no deben quedar incluidos dentro de las cláusulas de los acuerdos librecambistas, algo que ahora está de nuevo en discusión. Es la gente del cine la que más se moviliza porque sabe también que su industria protegida está en peligro.

El cine de Estados Unidos controla más del 80% del mercado de la UE. El déficit comercial en el intercambio entre las dos orillas del Atlántico es, en lo referido a filmes y programas de televisión, desfavorable a los europeos en 6.000 millones de euros. Las imágenes de EE UU ocupan las pantallas y televisores de los países de casi todo el mundo, pero a Hollywood no le basta con eso: quiere que también desaparezca esa producción minoritaria que existe en Francia, España, Reino Unido, Dinamarca o Alemania.

Estados Unidos, que tiene como mayores exportadoras a las industrias química, aeronáutica y audiovisual, no quiere que tras la excepción cultural se cree un nuevo Airbus. En 1970, alemanes y franceses aliados decidieron que el mundo de la aeronáutica no tenía por qué ser patrimonio exclusivo de Boeing o McDonnell Douglas. Hoy, el Airbus es líder mundial en el sector del transporte comercial, lo que no se hubiera conseguido sin la ayuda de dineros públicos, tanto más comprensible cuando se piensa que Boeing tiene como clientes cautivos a la NASA o al Pentágono.

El cine o la industria audiovisual -las industrias culturales en general- sólo pueden existir en una Europa que habla decenas de idiomas si los poderes públicos encuentran la fórmula para ayudar a la creación autóctona sin pretender orientarla. Lo cierto es que hoy el peligro no viene de la voluntad de manipular políticamente de manera directa a los intelectuales y creadores, sino del hecho de mantenerlos como casta cuyo trabajo sólo agrada a comisarios, críticos y conservadores. Aunque no falta quien estima que hablar de identidad cultural es fascista, y está dispuesto a emplear el adjetivo contra Bela Bartok por haber compuesto una Rapsodia húngara o contra Josep Pla por ser catalán y escribir en catalán, incluso cuando lo hace en castellano, la excepción cultural se proyecta inevitablemente en el ámbito europeo.

Jean Monnet decía que, si tuviera que fundar de nuevo lo que hoy es la UE, "empezaría por la cultura". ¿Por qué? Sin duda porque el continente necesita de una identidad colectiva tanto como de un proyecto común que no se limite al intercambio de zanahorias por píldoras. André Malraux, para acabar con quien todo empezó, decía también que "los europeos están cansados de sí mismos, cansados de su individualismo, cansados de su exaltación". Pero, cansados y todo, nunca escribió que quisieran ser una colonia americana.

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