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PEDRO SOLBES | PERFILES DEL NUEVO GOBIERNO

Un extraño hombre corriente

Manuel Rivas

El poder de Pedro Solbes no es presencial. La propia barba tiene la forma de una prolongación vegetal, bien podada, de la mente, y más que un signo, parece un instrumento destinado a retener palabras valiosas. El único trazo de coquetería que se le conoce lo destina al territorio más desfavorecido, su cabellera ártica. De vestimenta muy común, de traje chaqueta democrático, lo que sí cuida Solbes es la economía estética de su peinado. Pero lo que nunca hará es escupir en el peine para arreglar el cabello ante la cámara, como se le ve hacer al vicesecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, en Fahrenheit 11/9. He ahí la diferencia sustancial, por el momento, entre el modelo europeo y el norteamericano.

Es un hombre al que repugnan el elitismo y la demagogia. Un políglota que no insulta en cinco idiomas. Su tono de voz es muy bueno para hablar solo
Gaspar Llamazares, el portavoz de Izquierda Unida, se suele referir al ministro de Economía y Hacienda como "el 'padre' Solbes". Es una ironía atinada

Una mañana, cuando era ministro de Agricultura, Pedro Solbes se despertó con un soplo en el rostro. Parte de la cara estaba paralizada por un rictus desobediente. Lo reseño porque es el único disturbio que se le conoce. Una protesta silenciosa de la anatomía. Y es que el campo, diga lo que diga la literatura bucólica, siempre fue una fuente de intranquilidad. Si la noche anterior Pedro Solbes hubiera soltado un taco contra el algodón o la remolacha, si hubiera perpetrado un disfemismo sobre la leche, quizá sus músculos estarían relajados, y yo no tendría nada raro que contar.

O sí. También padece de la espalda. Ése es otro rasgo positivo de su carácter. Además, no es un deportista, sólo pasea, lo que supone, a mi modo de ver, un plus de confianza en su persona. Lo excepcional del caso Solbes es su radical tranquilidad. Estamos ante un fanático de la negociación.

'Desenredador' de nudos

Gran parte del capital del Gobierno socialista radica en esas reservas de negociación que atesora Solbes. No es un orador hechicero, pero es un gran desenredador de nudos. Como pocos personajes en España, y pese al momento de canibalismo simbólico que vivimos en lo político, Pedro Solbes encarna la "confianza básica". Sin duda, su nombramiento como vicepresidente segundo y ministro de Economía y Hacienda fue el menos controvertido o el que suscitó un mayor consenso. En cambio, Solbes dudó. El cuerpo también habla, ya hemos visto. Y la espalda aquellos días le dolía especialmente. Quizá se resistía, la espalda, a cargar con las cuentas de España. Por otra parte, le apetecía terminar su ciclo político en Europa, en un periodo nuevo e interesante de la construcción comunitaria. Es cierto que había mantenido una buena relación con Zapatero desde la sorprendente elección en el congreso de 2000. Cuando más de media España y casi medio partido esperaban el churrasco de Bambi en la parrillada Aznar, y el tenaz Pepe Blanco intentaba levantar la moral con la Epístola a los Gálatas, Pedro Solbes estaba disponible. Atendía con ánimo las llamadas del candidato. Aportaba su conocimiento. Había, pues, una buena sintonía previa al 14-M entre Zapatero y Solbes. Pero lo que decide finalmente su vuelta a Madrid es un asiento contable invisible llamado conciencia. Es la delicada situación que vive el país tras la masacre de Atocha.

Gaspar Llamazares, el portavoz de Izquierda Unida, se suele referir al ministro de Economía y Hacienda como el padre Solbes. Es una ironía atinada. Un periodista que entrevistó a Carlos Marx en Londres, R. Landor, escribió que si le cubriesen la parte superior del rostro, "podrían estar en presencia de un miembro nato de la junta parroquial". Pese a la barba con pinceladas grises y al parecido entrecejo, propio de meticulosos soñadores, cuesta imaginar a Solbes en el papel de Marx. Por carácter, ni siquiera asumiría el riesgo de hacerlo en una función benéfica. El referente histórico de Solbes bien podría ser otro páter revolucionario, el fraile franciscano Luca Pacioli. Mucho menos conocido, la índole de su revolución fue muy diferente y en otra dimensión, pero hay que reconocer que resultó muy exitosa. Se trata del inventor de la teneduría de libros. La moderna contabilidad. Mientras lumbreras del momento peroraban contra la brujería sexual o los avances médicos, y proponían privatizar la Inquisición para hacer más productivos los potros de tortura, Pacioli llegó a la conclusión, a finales del siglo XV, de que llevar bien las cuentas y fomentar el comercio era la mejor forma de exorcizar el caos. En La medida de la realidad, de Alfred W. Crosby, leo el testimonio de un coetáneo de Pacioli, Benedetto de Cotrugli, y que bien podría haber transmigrado a la pluma de Solbes: "Dado que todas las cosas (valiosas) que hay en el mundo se han hecho con un cierto orden, de modo parecido deben administrarse". Miembro del partido franciscano, por decirlo así, Luca Pacioli fue a san Francisco de Asís, que había hecho voto de pobreza, lo que hoy podría ser un concienzudo tecno-pol, estilo Solbes, al fundador Pablo Iglesias.

Solbes transmite ese optimismo renacentista de que una escrupulosidad en el registro del activo y el pasivo, en las ventajas y desventajas, es la base no sólo del beneficio privado, sino también del gobierno justo. En la visión pesimista del Estado, uno se imagina que en la cripta está el hombre lobo de Hobbes jugando a las cartas con Caín. Sería una sorpresa muy civilizada el que, al final de los pasadizos del poder, en el núcleo de la Administración, te encontraras un día a un hombre honesto escudriñando el Libro Mayor con la misma atención de quien lee una de Dashiell Hammett, y en compañía de Dido, una perra retriever con nombre de princesa fenicia fundadora de Cartago, la mejor economista de la mitología, y espanto de los roedores de cifras. Después de haber capitalizado toda la esperanza del siglo XX español, el descrédito socialista en la pasada década se debió en gran parte a los cráteres producidos en la doble contabilidad: la de los números y la de los valores. Empezaron a surgir tipos que descubrieron que el dinero podía ser infinitamente más bello que las rosas. Hacían genuflexiones, su retórica era a veces muy radical, pero ése también es el estilo de los estafadores.

Un cosmopolita campechano

Pinosa, el lugar donde nació Solbes el 31 de agosto de 1942, es un pueblo del interior alicantino, donde el mediterráneo se hace manchego. Un producto que se exporta en ese territorio es el sentido común, y entre las bellas artes destaca la de comprar y vender, es decir, transigir. Dos de los referentes geográficos en el país de la infancia de Solbes son la estafeta de Correos, donde trabajaba el padre, y la posada de Pinosa, donde el padre conoció a la madre. En la fisonomía de Solbes hay algo del funcionario de la estafeta y del mesonero. Los dos son cosmopolitas de pueblo. Y así representan a Solbes quienes lo conocen bien. Como un cosmopolita campechano. Le gusta viajar, pero su hábitat es la familia. La madre, Mira, es un vínculo con la tierra. Suele ir de vacaciones en coche, con su mujer, Pilar, también funcionaria pública, y los tres hijos. Un hombre al que repugnan el elitismo y la demagogia. Un políglota que no insulta en cinco idiomas. Su tono de voz, muy bueno para hablar solo. Es muy amable con los periodistas: siempre los despierta al final de la entrevista. Hay compañeros que lo entrevistaron hace cien días y todavía están pensando un titular. Uno de sus antecesores, Carlos Solchaga, era un gran mitinero, capaz de arrancar una ovación indescriptible a un auditorio de bizarros sindicalistas que habían acudido al acto con un ataúd vacío para orientarle. Hay unanimidad: los momentos más apasionantes en un mitin de Solbes son los silencios equilibrados. Por eso tuvieron que inventar para él un tipo singular de acto electoral, el de la conferencia-mitin. Una vez declaró: "¡Ahí, ahí hay que hincar el diente!". ¿Quién dijo eso? ¡Solbes! Se produjo una conmoción tal en la prensa económica como si Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal de EE UU, se hubiese declarado trotskista. Gran parte del público lo tomó como una simple referencia gastronómica, aunque alguno jura que hablaba del fraude fiscal. En fin, un hombre tan despreocupado por el medio como preocupado por el mensaje. Solbes es consciente del valor de cada una de sus palabras. El ministro de Economía y Hacienda tiene que comportarse, en el fondo, como un poeta del silencio.

Él se empeña en definirse como un hombre corriente. Y quizá lo sea. Pero no sabe lo extraño que resulta un hombre así.

RAÚL CANCIO

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