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Columna
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La vida ociosa

Dicen que a Descartes le costaba mucho madrugar, y que su filosofía es fruto de esa remolona pereza, en la que res cogitans y res extensa se disocian y la segunda se pierde en los limbos de lo ajeno. Salvando las distancias, tampoco a mí me gusta madrugar, y poder ramonear entre sábanas es una de las cosas que agradezco de las vacaciones. Nada mejor que un despertar perezoso, a tiempo lento, sin otro objetivo que el despertarse mismo, una tarea suave y dulce que puede llevarnos toda la mañana. Se mece uno primero en ese estado intermedio, entre dejarse rodar por la pendiente de la que parecían expulsarlo o agarrarse a la rama de un manzano, en cuyas flores reverbera el sol mañanero. Flores japonesas, inmateriales, que le entregarán sus pistilos como un recuerdo de la víspera, un pequeño sendero por el que caminar sin salir de la cama. Y es posible que en ese camino se encuentre con Descartes, o con la Historia universal, o con su propio abandono. ¿Quién sabe? Lo que sí es seguro es que se le habrá ido la mañana sin darse cuenta, sobre todo porque no le habrá venido nunca, pues el tiempo se habrá detenido en aquellas flores del manzano al que se aferró como a un don imprevisto.

El no-tiempo de la pereza es el espacio del pensamiento. William James, el hermano de Henry, debía de conocerlo cuando nos habló del stream of consciousness, el flujo de conciencia. El pragmatista norteamericano -fue él quien acuñó el término pragmatismo- era un depresivo crónico y padecía insomnio. Cuando iba a morir, llamó a su lado a su hermano Henry y le pidió que se quedara en Cambridge durante seis semanas después de su muerte porque trataría de comunicarse con él desde más allá de la tumba. No parece que la comunicación se produjo, aunque es de suponer que a Henry le apasionara la idea. De este último se asegura que le hacía más feliz despedir a las visitas - incluida su familia- que recibirlas en su casa de Rye, donde vivía feliz solo, acompañado de sus fantasmas y de la escritura. Se ha hecho un misterio de esta soledad de Henry James, hasta el punto de convertirla en el centro de un reciente debate, avivado por el libro The Master de Coln Tóibín. En el empeño por clasificar a la gente, a veces ignoramos la validez de las experiencias individuales, y Henry era Henry, y punto. Se zafó del sexo sin amargura, y fue una persona productiva y sociable. Vivir sin le debió de parecer más interesante que vivir con, o quizá ni siquiera perdió el tiempo en tener en cuenta la alternativa, y no veo el porqué de este empeño en querer meterlo con calzador en el redil de la condición humana. Uno agradece las novelas de Henry y le importan muy poco los polvos que él pudiera perderse. Al mundo, en cambio, parecen escandalizarle esos polvos perdidos.

El no-tiempo de la pereza tampoco es el tiempo del sexo, que es fugaz y contable. El sexo forma parte de la vida práctica y no entiendo por qué se lo considera un trofeo de la vida vacante. La gente emprende las vacaciones para aprovechar el tiempo y no para olvidarse de él. Abandonan el trabajo, pero consumen más energías que cuando lo ejercían, de modo que, a la postre, es el tiempo de trabajo el que resulta ocioso comparado con el tiempo vacante. Hay que apurar la vida, que es con la que se identifica el periodo vacacional, y se la apura, es verdad, planificándola como un tiempo productivo más, del que sólo se diferencia en que no somos conscientes de que lo sea. Aprovechamos la mañana, aprovechamos la tarde, aprovechamos la noche, en una hiperactuación de sudorina y barbacoas necesaria para el mismo engranaje que nos dio un mes de permiso. Y el tiempo corre, lo sentimos correr, y al final hasta nos resulta un alivio que haya corrido tanto.

Cultivar el aburrimiento, lo que requiere su arte, ha de ser la sustancia de la vida ociosa. Dejarse caer en el día, sin buscarlo, y dejarnos invadir por él sin alcanzar ningún tipo de compromiso. Lo que no pasa, sino que concurre, en ese no-tiempo de la pereza, es el olvido del cuerpo, su ausencia y lo que viene a ocupar su lugar, que es justo lo que a duras penas ha podido visitarnos a lo largo del año. Miren, la noche se me abre ahora que voy acabando mi artículo. Me hospedo en ella. Está quieta y silenciosa, como una eternidad encendida para ser perceptible. Sólo yo transcurro mientras soy consciente de ello. Luego, el pensamiento irá ocupando el escenario hasta que el olvido de las luminarias nos rinda.

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