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PERFILES DE CINE | Melanie Griffith | GRANDES ESTRELLAS

Talento natural

Soy una completa fan de Melanie Griffith. Sólo se me ocurre pensar en otras dos actrices contemporáneas de su mismo calado. Meryl Streep y Diane Keaton. En tercer lugar pondría a Jessica Lange. Descubrí a Melanie en Doble cuerpo, de Brian de Palma, y me confirmó su valía en Armas de mujer. Pocas actrices atesoran tanta fragilidad interna, tanta expresividad que, como los géiseres, emana de las profundidades, de las conexiones neuronales, del sistema nervioso, de un talento natural que no se puede tan sólo aprender. Es algo que nada más poseen las auténticamente grandes, un ligero matiz, una diferencia a veces casi inapreciable, que establece una línea muy fina entre lo excelente y lo simplemente bien hecho. Me refiero a que todas las actrices saben llorar, saben congestionarse lo suficiente como para expresar drama, emoción, algo sin duda muy difícil para la gente de la calle no entrenada en manipular nuestras emociones y que nunca pensamos en llorar, sino que simplemente lloramos. Una actriz, por ejemplo, a quien se le nota bastante entrenada es Jodie Foster. Bueno pues a Jodie para expresar que siente siempre se le tienen que enrojecer los ojos o tiene que apretar las mandíbulas, lo que particularmente me pone de los nervios y cuando llora nunca puedo dejar de imaginarme que está pensando en la muerte o en alguna desgracia. Es correcta, efectiva, desenvuelta y contenida al mismo tiempo, muy inteligente sin duda, pero ¡ay!, le falta eso, el don. Marilyn Monroe lo tenía. Cuentan que era un desastre en los rodajes, con retentiva cero, la desesperación de directores como Billy Wilder, pero su personaje en Con faldas y a lo loco no sale de un papel, sale de esa desastrosa amalgama que era Marilyn, sale de sus defectos, de sus inseguridades, contradicciones, de su vulnerabilidad, de jugar a que estaba jugando con la vida. Pero no hace falta ser Marilyn, se puede ser Ingrid Bergman en Casablanca. Jamás se ha visto tanto fuego en tanta serenidad. Melanie Griffith es de éstas. Destaca entre tanta rubia como hay ahora mismo en Hollywood, todas con el pelo cortado a trasquilones, ojos claros y ni un gramo de grasa, siguiendo la estela de Meg Ryan, la que más podría parecerse a Melanie, sólo que Meg Ryan pertenece a este momento histórico, a las camisetas de tirantes, a los lofts, a la desenvoltura de las chicas treintañeras independientes, en tanto que Melanie tiene algo intemporal que la convierte en estrella y que sobrevive al peinado, al maquillaje y a la moda de la época.

En la clásica distinción entre estrellas y actrices, ella sería una perfecta simbiosis de ambas partes

Y las estrellas son estrellas porque hay algo en ellas que logra cristalizar en nuestra mente, de manera que las hagamos brillar con nuestra imaginación. En este sentido Melanie mantiene intacta una inocencia, que un día fue corrupta, me refiero a su precoz debut en La noche se mueve (1975), de Arthur Penn, y que ahora en su madurez resulta más conmovedora que nunca. Su inocencia es auténtica, su voz de baby doll es auténtica, su forma de vivir es auténtica, sus debilidades son tan auténticas que hacen que simpaticemos con ella. Prefiero a una Melanie preocupada por la edad y enamorada hasta los huesos de su marido que una imagen calculada pasada por las manos de un experto estilista. Quiero decir que me horrorizaría que Melanie Griffith se convirtiera en Nicole Kidman. Porque a la Kidman le falta lo que a Melanie le sobra a espuertas, sensualidad, talento intrauterino, indisciplina, pasión, riesgo, vida, algo que darnos cuando mira a una cámara.

Quizá esa fuerza provenga de que nunca se ha empeñado en mostrarse como alguien perfecto, sino como un ser humano con flaquezas que no ha pretendido disimular. Desde su más tierna adolescencia se dejó de pamplinas frígidas y se echó de bruces en las turbulencias del amor, hasta tal punto que cuando repitió casamiento con Don Johnson nos temimos que estuviésemos ante una nueva Liz Taylor. Pero gracias a Dios llegó Antonio Banderas, que entre otras proezas ha logrado la de traernos a Melanie a casa y, ¿por qué no?, a su suegra Tippi Hedren, cuya sonrisa enigmática merecería un libro. Siempre recordaré una presentación de ambos ante la prensa en la que Melanie, toda de negro, espectacular, hizo una reverencia con una gracia de estrellona que no sé cómo no arrancó un aplauso y la veneración inmediatos de los allí congregados. Pero en el caso de Melanie Griffith la prensa de este país y algunos humoristas chuscos se han portado con ella como esos paletos de los chistes que tiraban piedras a los forasteros. Quizá prefieran las imágenes estereotipadas de la simpatía estereotipada que acompaña la promoción de una película, a la proximidad real de alguien que se entrega en cada frase chapurreada a su manera en español.

Si yo fuese cineasta estaría escribiendo como loca un guión para este pedazo de actriz que está viviendo intensamente una etapa crucial en la vida de cualquier mujer. Porque las mujeres, señores del cine, no nos detenemos en los 30, ni tampoco nos volvemos viejas de repente, sino que pasamos por una interesante franja de deseos, incertidumbres y también de aplomo y humor ácido que me pregunto adónde irá a parar. Desde luego al cine, no. Ese gran papel en que muchas nos sentimos envueltas está destinado a ella. En él podría concentrar los esfuerzos a que nos tiene acostumbrados por escapar de la maldita franja mediante ostensibles retoques estéticos y mil gestos, que en el fondo parecen estar gritando: tengo que contarlo. Mientras tanto, el mundo del cine sordo como una tapia y devanándose los sesos por ofrecernos lo mismo de siempre, una rubia parecida a las otras con musculitos en los brazos.

En la clásica distinción entre estrellas y actrices, ella sería una perfecta simbiosis de ambas partes, a falta en su haber de media docena de películas memorables que le permitan desplegar todo su encanto. Pero, salvo en el caso de que haya dejado escapar algún buen papel, no es culpa suya. Aparte de que a los actores no hay que juzgarles tanto por las películas en que trabajan, sino por lo que son capaces de hacer en una película o en un escenario. Y hablando de escenarios, no hay que olvidar el gran éxito que obtuvo en Broadway con el musical Chicago, del que comentó un crítico del New York Post: "Melanie no sabe cantar, bailar o actuar, pero es una verdadera estrella". Lo de cantar y bailar no lo sé, pero lo de actuar pondría la mano en el fuego de que es una tontería. Por favor, vuelvan a ver Armas de mujer, contemplen la dulzura y sabiduría con que se zampa a sus compañeros de reparto, nada menos que Harrison Ford y Sigourney Weaver. Fue justo que la nominaran al Oscar por este papel y fue injusto que no se lo dieran. Mike Nichols, el director de la película, dijo de la actriz que es "un pequeño reactor atómico de una fuerza resplandeciente".

Para terminar, me sumo a las lúcidas palabras que Cabrera Infante le dedica en su imprescindible libro Cine o sardina: "Ella es la Venus rubia de los años ochenta, que surge impoluta de la espuma del mal". Sin embargo, ya ha pasado mucho tiempo de aquello. Ahora tal vez haya llegado el momento de que nos enseñe lo que ha aprendido, de que nos deje con la boca abierta.

Melanie Griffith, en la entrega de los premios Tony 2003.
Melanie Griffith, en la entrega de los premios Tony 2003.FWD

Hija del cine

Melanie Griffith estaba predestinada a ser actriz desde la cuna. Hija de Tippi Hendren, Griffith lleva a cuestas el mismo nombre que el personaje protagonista de su madre en Los pájaros (1963), de Alfred Hitchcock. Tras varias apariciones como extra, la primera vez que una jovencísima Melanie Griffith encandiló al público con su sonrisa fue en Night Moves (1975), con Gene Hackman. Durante los años setenta y ochenta compagina las series de televisión con las películas, entre las que destaca Doble cuerpo (1984), de Brian de Palma. Su consolidación como actriz de peso en Hollywood llega, sin embargo, con Armas de mujer (1988), donde Griffith, acompañando a Harrison Ford y Sigourney Weaver, interpreta a una joven secretaria que consigue ascender en el difícil mundo de la Bolsa neoyorquina. Dos años después llegaría La hoguera de las vanidades, de Brian de Palma, en la que comparte cartel con el oscarizado Tom Hanks. Transitando hacia nuevos papeles, Griffith interpretó a una policía infiltrada en la comunidad judía de Nueva York en Una extraña entre nosotros (1992), para volver a la comedia con Two Much (1995), que rodó bajo las órdenes de Fernando Trueba y junto a Antonio Banderas y Daryl Hannah. Tras su matrimonio con el actor malagueño, su cuarto marido, llegarían títulos como Mulholland Falls (1996), Crazy in Alabama (1999), dirigida por el propio Banderas, o Forever Lulu (2000).

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