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LA FUERZA INDÓMITA DE UN ACTOR
Columna
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En su tiniebla

Así que, al fin, ha muerto. Marlon Brando. Coronando una espesa carrera hacia la autodestrucción que, extrañamente, le hizo vivir 80 años. Marlon Brando, fruto de la América capaz de resistir y afrontar películas antirracistas como La jauría humana (Arthur Penn), en la que Brando dio sangre a un defensor de la justicia a quien hoy remataría la banda de Washington. Héroe de los Estados Unidos que pudieron escucharle gritando "Stella!!!!" como un leopardo en celo (Un tranvía llamado deseo, de Elia Kazan), hijo del tiempo en que los moteros no viajaban en LSD porque eran demasiado salvajes para entretenerse soñando en colorines.

Marlon Brando era demasiado sensible como para sentir nada: él mismo se lo dijo a Truman Capote. Quizá es el destino del genio: dar tantas vueltas en torno a sí mismo -Stanislavski no debió de resultarle precisamente una ayuda- que, por último, llegó a la conclusión de que nada valía la pena.

En Europa habría podido seguir ofreciéndonos su genial e intransferible soledad a través del arte en el que reinó como César
Cuando descubrió la falsedad del mundo, se refugió en algo muy propio de él: la desmesura
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Su biografía está repleta de leyendas, y no seré yo, simple admiradora desde la distancia, quien las desmienta o las aumente. Pero hay un hecho cierto. En un momento dado miró a su alrededor, y lo que vio no le gustó nada. Ni siquiera se quiso a sí mismo, aunque se comportara como si se amara en exceso. Cuando descubrió la falsedad del mundo -de Hollywood, de los agentes, de los lameculos, de las esposas exóticas y de la mayoría de los amigos; supongo que su decepción incluía la falta de enjundia de sus enemigos- se refugió en algo muy propio de él. La desmesura.

Y allí, como el coronel Kurtz en el corazón de las tinieblas que otro excesivo, Francis Ford Coppola, rescató de la novela de Conrad para oscurecerlo a la medida del obeso ex sex symbol, Marlon Brando quiso crear un ámbito para su descreimiento, un paraíso donde imperaran su propia ley y sus apetitos. Pero todos los refugios acaban convirtiéndose en una trampa, y la Polinesia es experta en lanzar sus redes para castigar a quienes le robaron la inocencia. Marlon Brando se equivocó en muchas cosas, y una de ellas fue luchar contra el mundo, y no contra sí mismo. Su isla no estaba en un mar exótico; su isla era él, rodeado por un océano de grasa que apenas le permitió trabajar últimamente en lo único que hacía bien. Actuar.

Hay un fragmento patético, filmado por televisión durante el juicio contra su hijo Christian -procesado por el asesinato del novio de su hermana, Cheyenne, y que posteriormente se suicidó-, en el que Brando, llorando, pide clemencia para el reo, habla de sus errores como padre, se humilla. Al ver esa escena, no pude dejar de compararla con otra infinitamente superior: la de Vito Corleone en el momento en que entrega el cuerpo acribillado a balazos de su hijo Sonny al embalsamador, y le suplica que le devuelva su aspecto normal. Pensé entonces, y sigo pensándolo, que Marlon Brando era más convincente cuando mentía como actor que cuando lo hacía como padre.

¿Cuáles habrán sido las últimas palabras de Brando-Kurtz al abandonar este mundo, si es que tuvo el tiempo o la lucidez de pronunciar alguna frase? "¿El horror, el horror", o bien "ciudadanos, compatriotas, romanos o no, que os jodan?". ¿Volvió a gritar el nombre de una hembra con la ingenuidad del primate, o musitó que, después de todo, el mundo a su alrededor se ha convertido en una parábola viviente del Apocalypse now que atravesó Martin Sheen hasta descubrir la desgarradora maldad de Kurtz en su reino de cabezas empaladas?

Qué más da. Recordemos el esplendor de su voz y la tersura de sus muslos, el dolor del analfabeto Zapata aprendiendo a leer en sus noches de amor con Jean Peters. Recordemos su estibador abrazado a Eva-Marie Saint en una azotea de los muelles, la ternura de su personaje en El rostro impenetrable para con Pina Pellicer; el corte de mangas que dedicó a la Academia de Hollywood cuando mandó a una india -que ni siquiera era auténtica- a recoger su Oscar en su lugar, aprovechando el evento para hablar a favor de los de su etnia. Recordemos sus aciertos y olvidemos sus errores.

Perdonémosle, si podemos, que hiciera tan poco cine a lo largo de los últimos años, aunque es cierto que el cine del Hollywood actual ya no le merecía. Pero bien pudo pasarse a Europa, no quedarse únicamente con la extraordinaria aventura de Bertolucci y su El último tango en París. De un modo u otro, en Europa habría podido seguir ofreciéndonos su soledad, su genial e intransferible soledad, a través del arte en el que reinó como César.

Marlon Brando (izquierda) y Robert de Niro, en una imagen de 2001 de <i>The score,</i> de Frank Oz. 

/ REUTERS
Marlon Brando (izquierda) y Robert de Niro, en una imagen de 2001 de The score, de Frank Oz. / REUTERS
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