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Columna
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Sed

Hervé Joncour, protagonista de una novela de Alessandro Baricco, viaja varias veces hasta Japón en busca de huevos de gusano de seda. Repite siempre el mismo itinerario, que incluye -la acción se sitúa a mediados del siglo XIX- cuarenta días en el Transiberiano hasta alcanzar el lago Baikal. Los lugareños llaman a ese lago de muchas maneras y el narrador de Seda elige una denominación distinta para cada uno de los viajes. Los nombres del lago estructuran así la intriga del relato, fijando sus condiciones emocionales y sus presagios. Al Baikal le llaman mar o demonio o santo, según los días. También, como si aquella gente pudiera realmente conocer el futuro, el último.

Y digo que parece una adivinación del porvenir porque, un siglo y medio después de la aventura de Seda, el Baikal conserva aún su inmenso misterio -es el lago más profundo y antiguo, con 20% de toda el agua dulce del planeta y más de dos mil especies animales- mientras que la mayor parte de los grandes lagos del mundo no son ya ni remotamente lo que fueron. El otro día leí que el lago Chad llegó a tener, hace once mil años, 345.000 km2 de extensión (casi cuatro veces la superficie de Portugal). Los grandes exploradores del siglo XIX no lo encontraron así naturalmente, pero vieron una reserva de agua dulce que hoy no cabe ni en la imaginación. El lago Chad ha perdido en las cuatro últimas décadas el 90% de su capacidad y sólo ocupa hoy 17 km2; en algunas épocas del año es poco más que una enorme charca de barro.

Capítulo aparte merece el que fue Mar dulce de Aral. Las estructuras de riego levantadas por la Unión Soviética en los años 60 han reducido a la mitad su superficie y a un cuarto su volumen, convirtiéndolo en una especie de cementerio salado de sí mismo y en un foco de infecciones y de pesadilla para los habitantes de sus riberas. "Volé sobre el Mar de Aral - escribió Alejo Carpentier antes de que todo pasara -tan extraño en su formas, colores, contornos". Y me imagino lo raro que le parecería si lo viera hoy, partido en dos, con la mitad de su fondo al aire, exhibiendo la chatarra de múltiples naufragios.

Y sin embargo, el Mar de Aral fue un lugar inmensamente fértil una vez, que proporcionaba decenas de miles de toneladas de pescado cada año. Hoy las capturas se han reducido a cero. Hoy los principales puertos se han quedado literalmente en dique seco y sus habitantes han visto cómo el agua se iba retirando -igual que en una novela del realismo mágico-, cómo la orilla se alejaba hasta 100 kilómetros.

En un mundo que se seca a ojos vista -incluso las nieves del Kilimanjaro, que nacieron al mismo tiempo que crecía el lago Chad, desparecerán en poco más de una década-, en un mundo donde lo que llamamos hambre muchas veces es sed, porque es la ausencia de agua potable, aprovechable, la que inicia el ciclo fatal de la miseria. En un mundo en el que cinco millones de personas mueren cada año por beber agua contaminada, el agua limpia y dulce merecería un trato de excepción. Debería convertirse en símbolo, en sinónimo de civilización; en principal tabla de medir actitudes y proyectos sociopolíticos. Porque, ¿se puede decir, por ejemplo, que es progresista o democrática una sociedad empeñada en trasladar jardines nórdicos o dieciocho hoyos de césped al vecindario de un desierto? ¿No debería formar parte del listado de crímenes contra la humanidad la construcción de piscinas en entornos donde el agua para beber no sale de los grifos sino de pozos cada vez más escasos y profundos?

Cuando el agua dulce disponible no llega al 0,5% de toda el agua de la tierra, cuando sólo la renueva la lluvia, ¿qué sentido (común) tiene asociar las precipitaciones con el mal tiempo? Confieso que me altero cada vez que un parte meteorológico dice que el tiempo empeorará para significar que lloverá; cada vez que se presenta como una molestia o una desgracia el que caiga agua del cielo. Con la sed que hace y la que nos espera.

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