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Columna
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La boda y Zapatero

Con la boda del Príncipe, la monarquía española ha pasado uno de los momentos más difíciles de su reciente historia. Una dificultad sólo comparable con el 23-F.

Una boda centra las miradas de todo el mundo y marca un antes y un después. De hecho hay muchos analistas que sostienen que el declive de Aznar no se inició ni con la guerra de Irak, ni con el hundimiento del Prestige, ni con el decretazo y la consiguiente huelga general. No. La inflexión, el momento en el que perdió para siempre el fervor del público, fue el bodorrio de su hija Anita. En las sociedades mediáticas, las cosas son así, se empieza perdiendo el favor del público y se acaba perdiendo el voto de los ciudadanos. Aquella boda fue un exceso, demostró que era un nuevo rico del poder y la gente dijo ¿qué se habrá creído?, hasta aquí hemos llegado. No se equivocaron: la desmesurada boda de su hija fue la demostración de que Aznar había perdido el contacto con la realidad, algo que corroboraría con otros gestos, como los pies en la mesa de Bush, o el comentario en Le Monde de que su retirada era similar a la del emperador Carlos V en Yuste.

Así que poca broma con la boda real. A los Reyes les ha costado casar al Príncipe y la persona finalmente escogida como esposa no le pone las cosas fáciles a la institución monárquica. Son los monárquicos a machamartillo los más recalcitrantes con una princesa que no es de sangre real. Después están las monárquicas de Hola, muchas de las cuales se preguntan ¿por qué no he sido yo? o ¿por qué no mi hija con lo mona y lo lista que es? Transversalmente a ambas categorías, están los católicos integrales, a los cuales obviamente no les gusta en demasía una princesa divorciada. Y así cuando a principios de año la pareja recibió unos cursillos de cristiandad a cargo de monseñor José Manuel Estepa (arzobispo castrense dimisionario), transcendió (El Mundo 2/2/04) que en ambientes eclesiásticos se consideraba a la futura princesa "más bien fría en cuestiones religiosas". España nunca ha sido un país monárquico. La gente respeta a este Rey porque facilitó la transición y se enfrentó a los golpistas de 1981, pero el juancarlismo nunca ha sido sinónimo de monarquismo. Entre los jóvenes la República es una idea cada día más atractiva. La camiseta antiboda de El Jueves está a la última. Nunca se habían visto tantas banderas republicanas como en las manifestaciones contra el aznarismo. Y es que el hombre de Estado, el que ofreció su bigote a Bush, tenía una especial facilidad para gafarlo todo, incluida la monarquía. Una institución de la cual quiso apropiarse con la misma avaricia que lo hizo con la bandera, con la idea de España, o con la política antiterrorista. Por eso, cuando el PP perdió las elecciones, el Rey respiró, y no porque sea de izquierdas, que obviamente no lo es, sino porque sabe que la consolidación de la monarquía sólo será posible con amplios apoyos transversales que superen la dialéctica derecha/izquierda y porque era consciente de que el odio al aznarato podía trasformarse en un rechazo a la monarquía.

Con Aznar y los pijos del PP en la cuarta fila de la Almudena y con Zapatero en la primera, la simbología de la boda adquiere un cambio sustancial. Ya no es una plebeya la que ha entrado en la familia real, como temen los monárquicos más ultramontanos, sino una ciudadana, como diría Zapatero.

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