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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Vacaciones mortales

¿Puede un libro resultar prisionero de su propia forma?

La pregunta es improcedente a todos los efectos, de acuerdo. Y, sin embargo, no puede uno dejar de hacérsela mientras lee un libro como éste.

El arranque casi disuasorio, por ejemplo. O el maquillaje tan chillón de la voz narradora. O el machacón leitmotiv de los terremotos. O la determinación tan mecánica de organizar el relato mediante fichas cinematográficas... ¿Hacía falta todo esto?

Pese a lo cual, el libro termina por seducir al lector. Y termina por hacerlo en la medida en que bajo su artificiosa armadura se transparenta la materia muy viva que le da cuerpo: el recuerdo de la infancia y de la adolescencia del propio Alberto Fuguet (Santiago de Chile, 1964), quien, cercano ya a los cuarenta, realiza un ajuste de cuentas con su propio pasado.

LAS PELÍCULAS DE MI VIDA

Alberto Fuguet

Alfaguara. Madrid, 2004

344 páginas. 19 euros

Un pasado bastante pintoresco, todo sea dicho. Pues, aunque nacido en Chile, Alberto Fuguet -como Beltrán Soler, su álter ego en la novela- se crió en California, y se educó por tanto en inglés. Con su familia, Fuguet regresó a Chile -como Beltrán Soler- a los pocos meses del golpe militar de Pinochet, cuando contaba apenas nueve años. Iban a ser simplemente unas vacaciones, pero la madre resolvió quedarse, y los Fuguet -como los Soler- se convirtieron en una especie de "exiliados al revés". Los niños hubieron entonces de aprender el español a marchas forzadas y reintegrarse como extranjeros a su propio país. Un país que por aquellas fechas tenía mucho de siniestro internado donde tener acento gringo no ayudaba gran cosa.

La novela se divide en dos partes: la primera evoca los años en California, y dibuja, con la soltura característica del estilo de Fuguet, la vida y el entorno de una familia de inmigrantes hispánicos instalados en Encino, un suburbio próximo a Los Ángeles, crecido en lo que en tiempos fueron predios de la RKO. No deja de tener su gracia la mirada desplazada que se vuelca aquí sobre la California de finales de los sesenta y las trastiendas de la cultura hollywoodiense. Pero más interés guarda la segunda parte de la novela, centrada en la educación sentimental del niño ya casi adolescente que, "arrancado de cuajo de todo lo que era mío, de todo lo que me era propio, del sol y del aire acondicionado de California", llega al Chile de Pinochet un oscuro invierno de 1974.

El hecho de que el entorno familiar y social de los Soler sea favorable a la dictadura no hace sino acusar el contraste entre el mundo dejado atrás y el que de pronto se recupera. "Había tanto que ver en Santiago que ir al cine resultaba innecesario... Era todo tan intenso, tan absolutamente raro e inexplicable...", asegura el narrador. Y es en pleno proceso de adaptación a este mundo alucinante y "plagado de militares", en el que "las señoras aplaudían cuando pasaban los soldados apuntando sus metralletas a los edificios", como debe el narrador enfrentarse inesperadamente a la desmembración de la familia y a la consecuente necesidad de madurar. Algo tanto más costoso en cuanto ha de hacerlo prematuramente en un medio en el que los niños -y no sólo ellos- permanecen confinados en su propia infancia, "rodeados de nanas y escondidos detrás de las inmensas rejas de las casas".

Beltrán Soler es sismólogo,

y es un terremoto (los terremotos son algo que comparten California y Chile, y constituyen por tanto un común denominador en la vida de Soler) lo que determina el proceso rememorativo de su pasado, desencadenado por las viejas películas que redescubre en una tienda de DVD. Entre otras cosas, Las películas de mi vida contiene una enciclopedia privada del cine popular que podía verse en la década de los setenta, norteamericano en su mayor parte. Se trata de películas como Las veinticuatro horas de Le Mans, El violinista en el tejado, La aventura del Poseidón, ¿Qué pasa, doctor?, Tiburón, Aeropuerto 77, Encuentros en la tercera fase... y así hasta alcanzar el medio centenar de títulos a través de los cuales realiza el narrador el recuento de una trayectoria personal que se ofrece a sí misma como metáfora de la orfandad y del desarraigo ("no se puede tener todo en la vida y la gente que tiene dos países, dos idiomas, termina teniendo menos que el resto").

La cáscara de la novela, como se ha dicho, todo su disfraz y su impostura -incluidos los toscos guiños metaliterarios-, no consiguen sofocar los acentos muy genuinos de la vivencia de la que se nutre. Fuguet, que tantas veces se ha declarado admirador de la narrativa de Manuel Puig, se queda muy corto a la hora de ingeniar primero y luego de legitimar con naturalidad, como hace Puig, formas híbridas de narración. Otra cosa es la eficacia a ratos sorprendente de su prosa rápida y descuidada. Y su instinto para encontrar soluciones ocurrentes, como en esta novela la del intercambio, en la escena final, de los roles de la novia y de la madre.

En cuanto a la sentimentalidad con que Fuguet articula su relación con el medio familiar, con su pasado y con su propio país, no deja de ser muy característica de la generación a la que pertenece. Si bien este libro tiene su precedente más claro en el de otro escritor chileno más joven que Fuguet: Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970), quien en sus Memorias prematuras ofrecía también una crónica personal de su propia infancia y adolescencia, marcadas en su caso por el éxodo de la izquierda y el regreso a Chile ya en los años ochenta.

A su modo tan distinto, Memorias prematuras (Debate, 2000) y Las películas de mi vida trazan un curioso díptico sobre el Chile de Pinochet que invita a notables y jugosos paralelismos, aleccionadores tanto de ciertas conductas narrativas como del modo en que, bien de un lado y de otro, la dictadura fue padecida por sus "niños".

El escritor chileno Alberto Fuguet, durante un viaje a Madrid.
El escritor chileno Alberto Fuguet, durante un viaje a Madrid.LUIS MAGÁN

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