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El error de Zaplana

La crisis que vive el mayor partido valenciano, que por ello rige la Generalitat, el PP, es el resultado de un error, el del ex ministro de Trabajo y ex portavoz del Gobierno, Eduardo Zaplana, de tal modo que a estas alturas sea cual sea el resultado final de esa crisis Don Eduardo se sitúa como un claro perdedor. Si hiciera falta alguna prueba bastaría el empeño con el que algunos de sus leales entonan el "este partido lo vamos a ganar" venga a cuento o no, para acreditarlo. Entiéndase bien, el fracaso del ex presidente no radica en la salida que se le dé a la crisis, radica en el estallido de la crisis misma. La modélica operación sucesoria sin sucesión que se diseñó hace dos años se ha ido al traste y el resultado ha sido la fractura del Partido Popular y el debilitamiento de la posición política de Zaplana.

Nadie que no sea tonto puede negarle a Eduardo Zaplana dos grandes virtudes políticas: audacia e imaginación. Hace dos años el entonces president decidió que el momento de dar el salto a la política nacional, largamente esperado, había llegado. Con el capital que daban un partido unido y bien agrupado, el control de un granero de votos vital para las expectativas del PP (cabe recordar que bajo su égida los populares llegaron a conquistar la mayoría absoluta electoral), el aporte de seis años de gestión, una cohorte mediática bien engrasada y las relaciones con la esfera próxima al presidente del Gobierno, el momento del salto a la política de verdad -esto es, la española- había llegado. Para ello montó un interinato de un año a favor de un leal al que privó de su posición en el partido, y designó sucesor en el cargo a una figura honesta y gris carente de base propia en ese mismo partido. Desde la posición adquirida en la dirección nacional del partido y en el Gobierno de España, podía seguir desarrollando la política de zanahoria y palo que tanto éxito le había dado en el Partido Popular de la Comunidad Valenciana, tallándose una posición política propia en Madrid y manteniendo el control del partido y, listas electorales mediante, de la Generalitat y de representación valenciana en las Cortes Generales. Emparedado entre un grupo parlamentario casi unánimemente zaplanista y una organización partidaria controlada por los leales por abajo, y la posición de Eduardo Zaplana en la dirección nacional del partido y en el Gobierno del Estado por arriba, poca capacidad de maniobra le podía quedar al sucesor: las condiciones para el funcionamiento del mando a distancia estaban dadas. Y en eso precisamente consistió el error del cual emanó, como hijo legítimo, el fracaso. En política el mando a distancia no funciona, se le acaban las pilas enseguida.

Las cosas se torcieron desde el primer momento. Como cualquier persona con sentido de la propia estimación, el sucesor quería marcar su impronta en la gestión de la Generalitat. En la política general del PP caben muchas políticas y, a la postre, el sucesor era Francisco Camps, no Eduardo Zaplana. Lógico que aquél quisiera ver reflejada en la institución su propia impronta. Si Don Eduardo hubiera entendido que la continuidad pura de gestión, políticas y personas no era factible, y que era de esperar algún grado de cambio, aunque sólo fuera por los indicios de cambio de tendencia en los apoyos electorales que aparecieron en 2003, y hubiera aceptado desde el inicio un reparto de papeles y poderes, el experimento podría haber tenido alguna posibilidad de éxito. En julio ya era evidente que los seguidores inmediatos de Zaplana no estaban dispuestos a aceptar el menor matiz diferencial. Entonces fue la hora de la verdad y Don Eduardo no estuvo a la altura. Si no hizo, dejó hacer con una consecuencia previsible. Desde el verano hay dos PP: el PP-C y el PP-A, el PP-Consell y el PP-Aparato. La inflexibilidad zaplanista empezó a minar sus propios fundamentos: el partido unánime se fracturó.

Hay quien dice que ese resultado era inevitable, que la concepción del partido del anterior president ve a aquél como un séquito de fieles, controlados por la mixtura de la zanahoria y el palo, cuya primera virtud es la adhesión inquebrantable. El partido o es monolítico o no es y ahí no caben matices. Pero lo que parece evidente es que la fracción zaplanista (mayoritaria o no, pero fracción) ha venido a actuar como si así fuere, que a la postre es lo que cuenta. El resultado necesario es que Zaplana dejó de aparecer como el líder del partido para pasar a aparecer como líder de una fracción del mismo que, para mayor inri, no estaba en el poder autonómico. El yerro había creado la fisura y por la fisura floreció el contrapoder. Ya no se es tanto del PP como campista o zaplanista.

Cuarteándose la rebanada inferior del sandwich comenzó a cuartearse a la rebanada superior: Eduardo Zaplana tuvo un papel protagonista en la mala gestión del atentado que vino a producir el vuelco en los resultados, y en este sentido es visto por no pocos como corresponsable de la derrota (hay más adversarios que antes). Al tiempo, el resultado de las elecciones produce la alternancia y con ella la desaparición de la mayor parte del poder, el ministerial. Consecuencia: las dos piezas de bloqueo se rompen. Y lo hacen justamente en el momento en que sólo el sucesor puede escribir en el diario oficial y con ello tiene acceso y puede repartir los panes y los peces. Es el sucesor el que tiene la zanahoria y Don Eduardo se ha quedado poco menos que sin palo. El poder de Zaplana se reduce, por arriba, a la unión entre su condición de portavoz y la lealtad de una treintena de parlamentarios (senadores y diputados) y, por abajo, en el control parcial de dos organizaciones provinciales. La operación sucesión ha sido un fiasco.

La salida lógica, a estas alturas, pasa desde luego por soldar la fisura haciendo que el PP-C se haga con el PP-A. Camps bipresidente. Si se desea evitar una profundización de la crisis ésa y no otra es la solución: un compromiso en el nivel autonómico mediante el cual el sucesor se hace con el partido a cambio de la generosidad con los miembros de la otra fracción y el apoyo a nuestro hombre en Madrid. De no hacerse así, la crisis seguirá y lo que va a aparecer en la política valenciana es la conversión del vacío entre el PP y el PSPV en un verdadero abismo.Y ya se sabe que la naturaleza tiene horror al vacío.

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Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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