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Columna
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Lágrima

GRACIAS a la oportunidad que nos ha brindado la reciente edición de la Divina Comedia, de Dante Alighieri (Círculo de Lectores), según la extraordinaria versión castellana de Ángel Crespo, ahora acompañada por las ilustraciones de Miquel Barceló, no sólo me zambullí de nuevo en este texto poético capital, sino que esta relectura me llevó otra vez al breve y profundo opúsculo El Infierno de Dante, de Edmong Jabès, donde se afirma que lo que el mítico poeta vio allí fue "lo que Dios mostró por primera vez, a un hombre". ¡Admirable visión, sin duda! Porque en ella circunstancialmente confluyen la mirada divina y humana en un mismo punto final, que es, además, por tanto, una definitiva demostración. Pero, en este prodigioso entrecruzamiento de miradas, lo que ambos, Dios y el poeta, se muestran mutuamente, añade Jabès, es quizá lo mismo: el Verbo. Sólo que, en esta ocasión, atisbándose su principio desde el final, lo que implica conjugar el paradójico tiempo de lo intemporal, la historia del más allá. En este relato, la absoluta expresividad del Infierno es simétrica e interdependiente de la absoluta inexpresividad del Cielo, como lo son el dolor y la felicidad infinitos, que se superponen sin encontrarse, salvo en ese lugar de tránsito del Purgatorio, el único donde, reino de la imperfección, realmente cuenta el tiempo y cabe aún de por sí la elocuencia, la escritura, la invocación.

Desde este intermedio fieramente humano, Jabès, no obstante, se remonta a lo que, en el Canto VIII del Infierno, le dice a Dante el condenado Filippo Argenti, que se identifica simplemente como "uno que llora", pues en esta lágrima, furtiva y despreciada, está, y para siempre, "un poco de luz en el fondo de la sombra y un poco de sombra, en medio de la luz más cegadora", así como "el blanco no es jamás únicamente blanco y el negro invariablemente negro". De esta manera, "una lágrima insignificante, por entre gritos y llantos eternos, atraviesa, de parte a parte, el inmenso canto de amor, en tres partes, al que Dante dio ese título ambiguo: La Comedia".

Para los griegos, el género dramático de la comedia era, no obstante, el que correspondía para narrar las cuitas de los mortales, con lo que Dante, con semejante título ambiguo, no hacía sino abrir un temporal agujero negro de luminosa esperanza en medio de la insoportablemente cerrada Eternidad, porque hay amor cuando se llora el mal y cuando se otorga resplandor al bien. ¿Habrá, por tanto, que definir el Infierno, se pregunta Jabès, como la imposibilidad de amar? ¿Ha sido eso posible, por ejemplo, en la experiencia de Auschwitz, "ejemplo contagioso"? En todo caso, él mismo se responde, que será, por el contrario, el del "amor dirigido contra sí mismo, por haber comprendido, en el rapto de lucidez, frente a la desgracia universal, que ya no hay en ninguna parte un lugar para el amor. La desesperación de un amor en cenizas por entre las cenizas del paraíso". Al final, sólo resta ese parvo testimonio luminoso de la lágrima, convertida en escritura y en imagen, la lengua de la creación, siempre redescubierta.

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