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Columna
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El precio de vivir dignamente

Como era previsible, el PP pretende utilizar los impuestos para obtener réditos electorales. Y lo hace, como siempre ha hecho la derecha, prometiendo nuevas rebajas. Hasta ahí nada nuevo en torno a una cuestión que al otro lado del Atlántico siempre ha sido un eje de las campañas electorales, y que en Europa viene cobrando fuerza ante la incapacidad manifiesta de socialistas y socialdemócratas de defender un Estado de bienestar eficaz, libre de corrupción, y garante de la igualdad de oportunidades.

La novedad estriba en las recientes manifestaciones de altos cargos del Ministerio de Hacienda que, encabezados por su titular, acusan a las haciendas vascas de mantener una presión fiscal mayor que la que tienen los ciudadanos de Madrid, Cáceres, o Almería. "Arrastraremos a las haciendas forales a bajar los impuestos", decía el ministro Montoro hace unos días. Poco después, un alto cargo de su departamento, de visita en Euskadi, animaba a la gente a pedir responsabilidades a las haciendas vascas por la supuesta discriminación fiscal existente. Pareciera que, en la medida en que se difumina la línea divisoria entre izquierda y derecha en lo que a política tributaria se refiere, el debate se traslada al ámbito territorial. Quién sabe si dentro de poco los gobernantes plantearán a la ciudadanía las mismas ofertas que hacen a las empresas: "venga usted a vivir a Guadalajara y pagará menos impuestos".

Uno, que es un poco clásico en estas cuestiones, entendería un debate sobre la relación existente entre los impuestos pagados y la calidad de los servicios prestados. Así, por ejemplo, sería lógico discutir sobre los servicios sociales, la calidad de la enseñanza, las políticas de integración de los emigrantes, la atención a nuestros ancianos, la asistencia sanitaria, la formación profesional, el transporte público, la inversión en I+D, los servicios para los discapacitados, la protección del medio ambiente y otras cuestiones que afectan decisivamente al progreso social y al desarrollo humano, y que algo tienen que ver con el buen o mal uso de los impuestos pagados por la gente. Lo lógico sería por tanto analizar si la situación del País Vasco en esas y otras cuestiones es mejor, igual o peor que la existente en otros lugares. Si resulta ser mejor -lo que parece ocurre en bastantes terrenos, aunque no podría afirmarlo en otros-, no tendría mucho sentido escandalizarse por la diferente presión fiscal.

El problema es que casi todos los políticos se han adaptado maravillosamente al ritmo de una vida que nos ofrece rebajas por doquier, tratando de incentivar un consumo muchas veces superfluo, despertando la pasión por satisfacer deseos e impulsos de corto plazo, aunque todo ello vaya en detrimento de un desarrollo vital más armónico, de un incremento de las oportunidades y libertades a medio y largo plazo. El liberalismo individualista en el que nos hemos instalado, y que inspira el quehacer de buena parte de nuestra clase política, se basa en hacernos creer ingenuamente que cada uno de nosotros va a ser de los ganadores, por lo que carece de sentido gastar parte de nuestro dinero en políticas que generen mayor seguridad humana y mayores oportunidades para el conjunto de la sociedad. No pocos gobernantes, con sus prácticas corruptas y el despilfarro de dinero público del que hacen gala, se han encargado de hacer el resto para que la sociedad desconfíe del uso que se hace de los impuestos pagados.

Y, sin embargo, en el País Vasco como en otros lugares, la dignidad humana, el incremento de las capacidades y libertades de la gente -utilizando la expresión del Nobel de economía Amartya Sen-, dependen en buena medida de poder contar con unas instituciones y unas políticas que incrementen y no reduzcan nuestro capital social, que aseguren la igualdad de oportunidades y que proporcionen mayor seguridad humana. Aunque aquí, en el País Vasco, como en otros lugares, tengamos que seguir denunciando la corrupción y el mal uso que, en ocasiones, se hace del dinero público.

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