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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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Gente de Orbeta

El ganado se ha tendido al sol somo si fuera ropa a secar sobre el lavadero. Lavaderos públicos como éste de la Font de Dalt, en Orbeta, no quedan demasiados en la Marina Alta. Aunque el agua no sea potable, tal como advierte un cartel, da gusto ver este pequeño embalse cerca de los naranjos y de los limoneros -con la fruta colgando como si careciera de amo o de valor-, sobre todo en un invierno sin apenas lluvia.

Encima del lavadero, del ganado al sol, y de los campos aparecen los montes cuando la niebla de esta mañana se esfuma. En el más alto está el castellet. Un vecino se acerca y dice: "Desde Murla, que está detrás del monte, subirá a pie más rápido que desde aquí". Añade que si alguien habla allá arriba, incluso sin gritar, lo oiremos aquí como si nos hablara por un altavoz.

Ni siquiera rogando al Santo Cristo para que los constructores no sobrepasen las dos alturas quedará a salvo Orbeta del flagelo general

Lo comprobaremos en otra ocasión. Más que subir al monte mi interés me lleva hoy a descender hasta la gente de Orbeta, a estas treinta casas pegadas unas a otras en una sola calle que les da la vuelta, como un ocho, por dentro y por fuera, para desembocar en el puente que las separa de Orba. Es decir, del resto del mundo.

Aquí, en el puente, la frontera, veo a Mia Ramondt, con su perro negro y sus gatos de todos los colores, la falda larga y roja en la que leo Teruel existe, y me recibe con su sonrisa como de queso holandés (lo digo con cariño), pues Mia nació en los Países Bajos, y la conozco desde hace años de tal manera que no necesitamos presentaciones.

Mia es socióloga y psicóloga, licenciada por la Universidad de Utrech, pero también es, sobre todo, una mujer sencilla y luchadora de Orbeta que a ratos encuaderna libros y pinta sobre seda, una mujer que habla seis idiomas perfectamente, entre ellos el valenciano, y que ahora (a los 56 años) aprende árabe. En Orbeta Mia es una institución.

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Mia era hippy, iba descalza y con flor en la oreja, cuando llegó en 1969 a este pueblo para pasar unas vacaciones en la misma casa que más tarde comprarían varios amigos también hippies. La diferencia es que su caso fue el de un enamoramiento fulminante: "Me gustó muchísimo este lugar, pero sobre todo me gustó la gente con la que podía comunicarme, gente que me recibía con los brazos abiertos, y todos hablaban algo de inglés o de francés después de haber emigrado a Canadá, a los Estados Unidos, o a Argelia, mucho antes de hacerlo a Francia o Alemania. Y nadie tenía prejuicios".

Antiguamente las calles (en realidad una sola calle) se llamaban calle de Orbeta, pero luego le dieron distintos nombres según los tramos: la de la ermita, de los hornos, la del medio... y esto era como un intento de agrandar el pueblo poniendo rótulos, cuando la verdad es que Orbeta son los cuatro cipreses que anuncian la ermita, pequeña y blanca, en cuyo interior se guarda el Cristo de la Agonía al que los vecinos, para aliviar su dolor, llaman el Santo Cristo, a secas, dejando para otros Cristos, igualmente azotados y crucificados, los restantes calificativos del sufrimiento del Redentor.

Y junto a los cipreses y la ermita están las casas y existía el horno viejo, y la era, y los alfereros modelando el barro, casoles, olletes y perolets que en ningún otro sitio se hacían como aquí.

De la noche a la mañana aparecieron los adosados, que no se sabe si quedan dentro o fuera de la única calle, tal es la extrañeza un tanto marciana que producen. Pero, ¿se puede evitar en los pueblos del interior la marea de la construcción que ha sumergido a los pueblos del litoral? Ni siquiera rogando al Santo Cristo para que los constructores no sobrepasen las dos alturas quedará a salvo Orbeta del flagelo general.

En la fachada de la casa de Mia cuelga un cartel contra la guerra de Irak y una bandera estadounidense de la que no logra emprender el vuelo la paloma de la paz. La misma paloma cubre el pavimento de esta calle, pero como la calle es única, la paloma sube y baja por el pueblo como por un carrusel y, de este modo, los vecinos la saludan a diario, salvaguardan su propia paz y no olvidan el horror impuesto a los que no la tienen.

También holandés, pintor y ceramista es el compañero de Mia, Enrique Groothuis, de 50 años, profesor de Bellas Artes en su país, y aquí pintor sin ningún afán de separarse de sus cuadros más que cuando la necesidad le obliga a ello, y entonces los cede durante un año a un particular, un hotel, un restaurante con el compromiso de mostrarlos a los amigos o clientes. Transcurrido un año, si esa persona que tuvo la obra en depósito quiere comprarla, Enrique se la vende. Y si no, el autor la recupera.

Con ayuda (modesta) del Ayuntamiento de Orba, editó esta pareja un libro que es la memoria fotográfica de Orbeta. Se titula Que parlen les fotos y reúne 381 imágenes de los vecinos del pueblo tomadas a lo largo del siglo XX. Mia necesitó la colaboración, mejor sería decir la complicidad, de las familias de Orbeta. "Me encerraba con ellos en sus casas, abríamos cómodas, cajones, sobres y aparecían sus fotografías guardadas durante años, fotos tomadas por ellos mismos más que por profesionales en su vida ordinaria, o en una fiesta o en un entierro, como la foto del enterrador en su ataúd, siendo conducido al cementerio".

Hojeando un ejemplar de este álbum histórico de Orbeta, aparece Primitiva, una vecina nacida hace 86 años en un pueblo de Guadalajara, pero que lleva mucho tiempo viviendo aquí. Se sienta y empieza a relatar una larga historia de la guerra civil que arranca en su pueblo de Copernal, cuando cayó un avión cerca de Hita, pueblos ambos muy próximos en poder de uno y del otro bando. Los recuerdos de esta mujer son tan conmovedores, y permanecen tan vivos en su memoria, que le prometo volver otro día a Orbeta para escucharla con más calma y tiempo, como merece y reclama su propia historia.

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