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Sin perdón

Rafael Argullol

En octubre de 1976 tuvo lugar en el cielo de Tejas un espectáculo aéreo que recordaba en cierto modo al circo de Buffalo Bill. Junto a otros viejos aviones, la joya de la exhibición era el Enola Gay, el aparato desde el que se había lanzado la bomba atómica sobre Hiroshima treinta años antes. El protagonista humano era, sin embargo, Paul Tibbets, uno de los participantes en el primer bombardeo nuclear.

Para esta ocasión, Tibbets sólo tenía que simular, pero la memoria de su acción había reunido a miles de espectadores llenos de expectación. En el momento crucial del espectáculo, Tibbets dejó caer desde su avión un simulacro de bomba que, gracias a los explosivos proporcionados por los ingenieros del Ejército, se transformó en una voluminosa nube en forma de hongo. Al parecer -según las crónicas que recogieron el acontecimiento-, los espectadores aplaudieron con entusiasmo.

He recordado esta inquietante historia, de la que tuve conocimiento posteriormente, viviendo en Estados Unidos, cuando estos días he leído que se ha renovado el protagonismo del Enola Gay a raíz de su incorporación a la colección del Museo del Aire de Washington, uno de los más frecuentados del mundo, con 10 millones de visitantes anuales. El Enola Gay ha sido, una vez más, la gran estrella, en especial tras un largo proceso de restauración en el que se han empleado 20 años, 200 personas y 300.000 horas de trabajo. A este respecto, el portavoz del museo, Frank McNally, explicó que "el Enola Gay estaba ahora en gran forma".

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Resulta, cuando menos, turbador que un instrumento tan singularmente siniestro esté en "gran forma", si bien tenemos el consuelo de que ya no está Paul Tibbets para hacer una divertida demostración de habilidades aéreas. Más desconsolador es comprobar que en las referencias del Museo del Aire al Enola Gay, presentado como un prodigio técnico, se olvidara tranquilamente a las 230.000 víctimas causadas desde el reciente y costosamente restaurado avión. Un pequeño grupo de supervivientes japoneses protestó tímidamente entre miles de personas el día de la inauguración del nuevo hangar del museo.

En medio del aluvión de alusiones a las armas de destrucción masiva de estos últimos años, siempre me ha llamado la atención que el país que más las ha usado y con las consecuencias más funestas -nada supera a Hiroshima en toda la historia humana- no sólo nunca ha hecho autocrítica de una acción injustificada, demoledora y de una crueldad casi insoportable, sino que es capaz de albergar manifestaciones de esperpéntica complacencia, como el circo aéreo de Tejas en 1976 o el museo de Washington en 2004. Oficialmente, Estados Unidos nunca ha reconocido que el único bombardeo nuclear, el arma masiva por excelencia, fue un acto de brutalidad sin precedentes en un momento, además, en que la guerra había prácticamente terminado y la rendición de Japón era inminente. Estados Unidos nunca ha pedido perdón a los japoneses, y a la humanidad en general, por una acción de tan terribles consecuencias.

Más grande es todavía el hecho de que, si el Estado no ha dado este paso ni desde luego tiene previsto darlo, la sociedad norteamericana parece en sintonía con esta impunidad sin mostrar síntomas evidentes de arrepentimiento, fuera de contadas excepciones. Pero la falta de culpabilidad, o de responsabilidad culpable, frente a Hiroshima no es sino el símbolo mayor de una ausencia crítica que se ha repetido en la segunda mitad del siglo XX, por más que deba reconocerse igualmente la generosidad norteamericana en las guerras mundiales originadas en Europa. Pienso que actualmente, adormecida la vitalidad crítica del pensamiento y del arte, y obviamente de la política, el principal mal de Estados Unidos es la convicción de que Estados Unidos no puede hacer el mal.

Esta creencia, latente largo tiempo y formulada con bruscos rebrotes esporádicos, ha sido elevada prácticamente a doctrina por la Administración de Bush, un periodo y un modelo políticos que no deberían despreciarse con facilidad, como hacemos a menudo los europeos, puesto que, al igual que sucedió con la Administración de Reagan, también objeto de nuestras chanzas, puede calar hondo en el sentir norteamericano y en el porvenir mundial. Una propuesta terriblemente esquemática, pero asimismo terriblemente compacta, en la que se aúnan la agresividad saqueadora del más amoral capitalismo con una moral puritana en la que un país entero se cree sujeto de bien y, además, con la obligación de expandir esa bondad por el mundo aunque sea a sangre y fuego.

La importancia de la aparentemente grotesca atmósfera intelectual que rodea a Bush -y que se hace más grotesca al considerar a Bush mismo- es que en ella convive la rapacidad económica y el dogma metafísico, la falta total de pudor para destruir y reconstruir países en un despliegue inédito de suculentos contratos y la falta, también total, de contención en el momento de considerarse todos ellos, individual y colectivamente, como instrumento del bien. No sabemos hasta qué punto esta convergencia es sinceridad, locura o cinismo, pero sí constatamos su impacto en la conciencia norteamericana actual, considerablemente ciega ante su propia capacidad de "hacer el mal" o de pedir perdón ante un horrible mal realizado, como el de Hiroshima.

Ésta es una cuestión decisiva: la elección de pedir perdón como un poder regulador de la propia libertad. Naturalmente, esto no concierne sólo a Estados Unidos. Europa tiene enormes deudas que, sin duda, lastran la visión que los europeos tienen del mundo. Recientemente se ha desatado en Alemania -el país europeo con más sentimiento de culpa, sin duda porque es el que, con el Holocausto, ha albergado el crimen más horrendo- una polémica en torno a la amnesia colonial y el hecho de que el canciller Gerhard Schröder no incluyera a Namibia en su gira africana: ahora hace cien años que las tropas alemanas, precisamente en la actual Namibia, masacraron a la tribu de los herero, matando a tres cuartas partes de sus 80.000 miembros. Los críticos reclaman a Alemania que pida perdón a los africanos como lo ha venido haciendo con los judíos.

Hay una larga lista de candidatos en la galería ideal de los solicitantes de perdón. Sin que Francia y Gran Bretaña reconozcan sus crímenes africanos, de los que es testimonio el geométrico mapa del continente, no será posible comprender en profundidad el drama de África y compensar a sus habitantes. Otro tanto sucede con Rusia respecto a los territorios sojuzgados por los sucesivos imperios zarista y soviético. O, en términos históricos más lejanos, con España, cuya incapacidad real para pedir perdón por las devastaciones causadas en América -como se demostró, una vez más, en la efeméride de 1992- reengrasa de continuo la arrogancia colonial conel episodio de las multinacionales hispanas en Latinoamérica como muestra más reciente. Sin la memoria del mal causado es imposible, ya no la libertad de los demás países, sino la de los propios causantes del daño.

Como es evidente, llevar hasta las últimas consecuencias la dinámica del perdón, o más bien de la petición de perdón, implicaría desencadenar un remolino histórico en el que, en mayor o menor medida, estarían implicados prácticamente todos los países. Quizá no sería lo peor que podría pasarle a la humanidad. Pero no se trata tanto de fantasear con un ajuste de cuentas universal cuanto con la negación política y moral de la impunidad desde el horizonte del presente. La capacidad de una sociedad para pedir perdón no sólo regula su caudal de libertad, sino que demuestra su fortaleza espiritual.

Europa debe pedir perdón, más de lo que, empujada por las culturas críticas, lo ha hecho. Estados Unidos debe pedir perdón para tener alguna credibilidad en el mundo, empezando por hacerlo en relación a su crimen más negro y más imperdonable, el de Hiroshima. Mientras se exhiba el Enola Gay sin rubor y sin arrepentimiento alguno como un símbolo nacional, el peso de 230.000 almas aplastará cualquier supuesta imagen de bondad que los propagandistas se empeñen en transmitir.

¿Qué debió sentir Paul Tibbets, treinta años después, haciendo el payaso en los cielos de Tejas?

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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