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Columna
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Placer

Iremos, claro que iremos al Museo Picasso; pero antes me gustaría pasar por esa Semana de Oralidad que todos los años se celebra en las localidades granadinas de Peligros y Albolote. No sabía que existiera un encuentro dedicado a la narración oral aplicada a la enseñanza, y le agradezco al periodista Javier Arroyo que haya colado la noticia en un momento difícil, cuando el protagonista cultural de Andalucía estaba en otra parte.

Los especialistas reunidos en este cuarto encuentro han coincidido en subrayar la importancia de la narración oral en la enseñanza de la literatura. Claro: para ser un buen profesor es necesario ser un buen narrador; pero no nos referimos a eso, sino a que teorizar sobre literatura en el instituto tal vez no sea la mejor manera de aficionarse a ella. Parece más razonable consumirla directamente: leer textos y sobre todo escucharlos. Solemos achacar al predominio de los medios audiovisuales o al auge de los videojuegos la poca afición de nuestros escolares a la lectura. Y es verdad, pero hay otras razones: el tratamiento de la literatura en los planes de estudio produce más rechazo que atracción hacia ella. Esto ahora ocurre menos: la literatura como materia independiente de la lengua ha desaparecido prácticamente del currículum escolar.

Daniel Pennac escribió un delicioso ensayo titulado Como una novela tras ver a su hijo adolescente luchar contra una novelita que el profesor de literatura le había mandado leer. Ante la imagen metafórica de su hijo dormido sobre unas páginas que deberían excitarlo, Pennac se pregunta qué ha sucedido para que ese joven que de niño fue, como todos los niños, un despiadado escuchador de cuentos, sienta hoy que es una tortura lo que en otro tiempo le resultó placentero. Tal vez -se dice- el padre de este muchacho lo abandonó demasiado pronto a su suerte de lector. Como todos los padres, Pennac también se sintió liberado de su tarea de lector al servicio de un incansable consumidor de literatura cuando su hijo aprendió a leer en silencio. Y quizás este desamparo -el que deben de sentir los primeros lectores ante una actividad que no dominan todavía- sea el primer paso hacia la pérdida total del placer. Eso, si los padres no tratan además de mitigar ese abandono con atosigantes preguntas sobre el sentido de los textos que el niño-adolescente va leyendo a duras penas. En ese caso la lectura debe de convertirse automáticamente en una actividad angustiosa e intolerable. De hecho, las estadísticas muestran una caída en picado de la lectura precisamente en el paso de la infancia a la adolescencia.

Pero el placer nunca se pierde, dice Pennac; sólo se extravía. Y para recuperarlo quizás baste con volver a leer cuentos en voz alta al niño que habita en todos los adolescentes. ¿Y si en las clases de literatura eligiéramos varios libros y se los fuéramos leyendo a los chicos sin preocuparnos del sentido ni de la interpretación? Leer por puro placer. Esto es lo que proponen quienes se han reunido en Peligros y Albolote la semana pasada. Volver a ser para ellos, como diría Juan Bonilla, el que apaga la luz.

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