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25º ANIVERSARIO DEL PAPADO DE JUAN PABLO II

El Papa beatifica a Teresa de Calcuta ante cientos de miles de personas

Juan Pablo II cumplió uno de los objetivos de su pontificado pero no logró hablar en la homilía

Enric González

La madre Teresa de Calcuta, de nombre civil Gonxha Agnes Bojaxhiu, fue elevada ayer a la condición de beata, con culto local y conmemoración cada 5 de septiembre, la fecha de su muerte en 1997. Juan Pablo II cumplió con la ceremonia de beatificación uno de los objetivos de su pontificado, pero no pudo pronunciar ni una palabra de la homilía: hablaba con gran dificultad, y cuando lo hacía resultaba apenas inteligible. Las 300.000 personas que abarrotaban la plaza de San Pedro dieron un largo y emotivo aplauso a un Papa empeñado en vivir públicamente, como un sacrificio, el dolor y los impedimentos de su enfermedad.

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En la homilía, leída por el secretario de Estado sustituto, Leonardo Sandri, Juan Pablo II hizo referencia a los estrechos lazos espirituales que le unían a la madre Teresa, una mujer que "no quería ser justa, quería sólo servir". En algunos momentos, el Papa parecía hablar de sí mismo. Él tampoco quería atender ya a criterios de justicia o eficacia. Sólo quería servir hasta el fin, ofrecer hasta el "último aliento", como dijo la víspera, y soportar el dolor y la minusvalía en la cátedra de San Pedro como ejemplo de sacrificio. El tramo final del papado de Karol Wojtyla debía interpretarse como una llamarada de misticismo, como el ejemplo de un Papa deseoso de imitar a Cristo en el Calvario.

La ceremonia de ayer fue, junto a la de santificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, la más multitudinaria celebrada nunca en el Vaticano. La policía de Roma estimó que 300.000 personas se congregaron en la plaza de San Pedro y sus alrededores. La gran mayoría eran italianos, pero había gente de todas partes y de toda condición: presidentes como los de Albania, Alfred Moisiu; Macedonia, Borís Trajkovski, y Kosovo, Ibrahim Rugova; una reina, Fabiola de Bélgica; varias esposas de jefes de Estado, entre ellas la francesa Bernadette Chirac; políticos, peregrinos, religiosos e indigentes.

Como parte de la fiesta, se quiso invitar a comer a unos 3.000 mendigos, atendidos por las Misioneras de la Caridad en sus hogares italianos. Acudieron en autocares, con una acreditación blanca colgada al cuello, y almorzaron lasaña, pollo asado con patatas, plátano y agua mineral. Fue un menú bastante distinto al servido el sábado a los cardenales, con pato a la naranja, trufa blanca y setas, para celebrar el 25º aniversario del pontificado de Juan Pablo II. Pero los comensales, según sus propias declaraciones, lo disfrutaron mucho.

La fiesta tuvo también música y danzas indias, pétalos de flores, aroma de incienso y miles de banderas blanquiazules, los colores de la orden de las Misioneras de la Caridad que fundó la madre Teresa. Se hizo referencia a las dudas de fe de la religiosa canonizada, a su entrega total a los seres más desfavorecidos del mundo y a su fuerte carácter, y sobre la fachada de la basílica se desplegó, en un momento espectacular, una enorme imagen sonriente de la madre Teresa. Buena parte del protagonismo, sin embargo, lo tuvo el propio Juan Pablo II. La progresión de su enfermedad resultaba evidente, al igual que su sufrimiento.

Los portavoces del Vaticano, que hasta principios de verano se negaban a reconocer oficialmente que el Papa estuviera enfermo, indicaban ayer que la incapacidad de hablar impedía decir misa, pero no ejercer como jefe supremo de la Iglesia católica, y trataban de mantener una imagen de normalidad en el pequeño Estado teocrático.

En medios cardenalicios se reconocía, sin embargo, que la situación era excepcional: no se podía saber hasta qué punto los medicamentos contra el Parkinson y la artritis dañaban la memoria y la capacidad de concentración del Pontífice, ni se podría saber en qué momento perdería sus facultades, para convertirse exclusivamente en un ejemplo de sacrificio. Abundaban las especulaciones sobre posibles cartas de renuncia, pero el propio Juan Pablo II había dejado las cosas claras: la suya era una misión de por vida y ninguna enfermedad iba a forzarle al abandono. Sólo la muerte podría poner fin a su papado.

El Papa ante un grupo de monjas de las Misioneras de la Caridad.
El Papa ante un grupo de monjas de las Misioneras de la Caridad.EFE

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