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Columna
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Víctimas y política

En alguna otra ocasión me he referido a la exclusión que las víctimas del terrorismo han sufrido en la mayoría de las aproximaciones académicas a la situación vasca. Cuando más se afirma el carácter político de la lucha armada de ETA y de sus militantes, más se reduce a las víctimas del terrorismo a jugar un papel pasivo. Cuanto más político es el victimario, menos política es la víctima. Quienes, por ejemplo, declaran una tregua, militantes políticos que practican una violencia política, toman una decisión política. Quienes lo reciben, las víctimas, simplemente deben agradecer que su vida deje de estar amenazada. Se da valor político a la muerte provocada, se elimina todo valor político de la vida arrebatada. Si matar es más que matar, ¿por qué vivir o morir se reduce a vivir o morir?

Probablemente sea esta perspectiva dominante la que nos ha incapacitado para comprender uno de los fenómenos políticos más importantes que se ha producido en Euskadi en los últimos años, cual es la constitución progresiva de una comunidad de memoria en torno a las víctimas del terrorismo. Hasta ahora había una comunidad de memoria en torno a las víctimas nacionalistas; una comunidad de memoria que tenía como hito fundacional la guerra civil, y que a partir de esta pasaba por el franquismo hasta llegar a los torturados, los presos y los muertos de ETA.

Pero no había una comunidad de memoria en torno a la víctimas del terrorismo. Había, sí, recuerdos distintos, memorias diversas, pero no un recuerdo compartido que permitiera instituir una interpretación mayoritariamente aceptada por las víctimas de lo que el terrorismo ha supuesto. Ahora se empieza a atisbar una comunidad de memoria en torno a las víctimas, que supone un elemento nuevo a la hora de sacar conclusiones sobre nuestra historia reciente. Si hasta ahora existía una historia oficial, muy elaborada y teorizada desde el nacionalismo vasco, a partir de ahora va a haber una historia alternativa.

Sin duda, las primeras consecuencias de la constitución de esta comunidad de memoria pueden parecernos preocupantes. Por ejemplo, algo que no había ocurrido hasta este año y que tendrá consecuencias de enorme alcance que todavía no somos capaces de percibir, ha sido la desaparición del último espacio de encuentro entre los partidos políticos en Euskadi.

Prácticamente sólo quedaba un momento en que los dirigentes de las organizaciones democráticas se miraban cara a cara y se tocaban, aunque fuera mínimamente, en medio del tráfago de la creciente confrontación de proyectos políticos: este momento se producía después de cada asesinato de ETA. Pero esto también se ha roto. De manera que, sí quedaba poco terreno nuevo para profundizar en unas diferencias políticas expresadas ya hasta el paroxismo, queda aún mucho terreno para las diferencias sentimentales y afectivas.

¿Preocupante? Sin duda. Lo que ocurre es que cuando se trata de configurar una comunidad, cualquier comunidad, lo que se busca en primer lugar no es trazar los puentes, sino los límites, las fronteras. Estamos en esa situación, y tal configuración se va a hacer con trazo grueso, con mucha fuerza, separando. También es verdad que la comunidad de víctimas del terrorismo es muy plural. De hecho, muchas de esas víctimas del terrorismo son vistas por la perspectiva dominante en ese mundo como unos otros, extraños al recuerdo canónico.

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Es cierto que durante un tiempo vamos a ver, sobre todo, un trazar fronteras, pero a lo mejor en el momento en que estén bien delimitadas es cuando de verdad podremos mirarnos a la cara y plantear soluciones en común. Será entonces el momento para los contrabandistas, para quienes pueden pasar de un lugar a otro aprovechando los poros que las fronteras tienen.

La irrupción de las víctimas como sujeto político activo debe ser, pues, bienvenida. Porque si la reconciliación es necesaria, reconciliarnos es también pensar el pasado en común. Y el pasado que nos disponíamos a pensar sin esta comunidad no era un pasado real.

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