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Columna
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Tocados

Parece que en Francia se han vuelto a complicar las cosas, a cuento de la cohabitación con sus emigrantes, asunto que ya está larvándose en nuestras tierras. Una de las manifestaciones de disidencia y conflicto toma causa del atavío de las mujeres y el propósito de los llegados de imponer sus normas, cuando se está produciendo la integración. Todos recordamos el caso de la muchacha del chador y el trago que soportó una institución docente privada, aunque concertada, que exigía de las alumnas el uso del uniforme, lo que ni la joven alumna musulmana ni su energuménico progenitor estaban dispuestos a consentir. La chica va con su pañuelo a la cabeza y la sotana típica, sin que se hayan conmovido las esferas.

A mí me preocupa algo esta devaluación de las formas propias, cuando una parte del problema es la misma supervivencia. La penosa escalada comienza con los inmigrantes que no están en regla, lo que lleva al negocio de los papeles y la situación civil en nuestro país. Dudo de que en la deriva angustiosa de las pateras se planteen propósitos intransigentes sobre el uso del tocado femenino, pero todo llegará. Dudo también de que en el siglo VIII y siguientes uno de los problemas de la convivencia fuera el aliño indumentario, porque las gentes se distinguían en su porte, clase social, oficio al que pertenecían y la ocupación que desempeñaban, de forma que todo quisque era identificado por su aspecto. Además habían inventado la separación física en barrios, no sólo étnicos, sino por actividades: estudiantes, clérigos, labradores, golillas, etcétera. Y por el lugar en la escala: damas, caballeros, cortesanos, soldados, bachilleres, villanos y mozas de partido. A veces las señoras se disfrazaban de pastoras pero, en realidad, no querían ser pastoras más que a tiempo parcial.

Personalmente me parece bien que los escolares se uniformen. Debe ser cosa de la edad, pero si coincido con la salida de las colegialas de un establecimiento religioso, un extraño pasmo estremece débilmente las entrañas, sin que pueda definir de qué se trate. La mujer ha conquistado el pantalón y los que quieran diferenciarse de ellas no tienen otro remedio que ponerse faldas, o reclamar la cómoda y ventilada vestimenta de los árabes. La uniformidad ha quedado relegada a los equipos de fútbol y deportes similares, por ahora, porque aquellos distinguidos sportmen que jugaban al tenis, inmaculadamente de blanco vestidos, primero abandonaron el pantalón largo y ahora para cada uno se inventa una camiseta, con la esperanza, entre los promotores, de que sean adaptadas masivamente. En el caso de los futbolistas no intervienen exigencias estéticas, históricas o de amor al club, sino el criterio de las televisiones para que se distingan bien -sobre el césped- los colores de uno y otro equipo.

Una opción, como otra cualquiera. Esto de la igualdad entre los escolares, nunca fue llevado a rajatabla, más que por el contento secreto de los parientes de ver a sus herederos con chaqueta y corbata los chavales, y la falda plisada de las niñas. Recuerdo, como hecho objetivo, haber estudiado en el supuestamente elitista colegio del Pilar, donde los únicos que iban vestidos de ceremonia eran los profesores, llamados "levitas" por lo mismo. Los alumnos, según nuestras posibilidades y a nuestro aire.

No hace mucho que se diluyó la obligatoriedad para los hombres de descubrirse en los templos y lugares cerrados, y que las mujeres llevaran cubierta la cabeza, con un velo o mantilla u otro recurso para estar en la iglesia. Anatema para la que osara, incluso en los meses caniculares, acceder sin medias y con manga corta. Como si cualquiera de nosotros pretendiéramos entrar en una mezquita con madreñas. Me contaron de un recalcitrante párroco pueblerino que increpó furibundo a una feligresa por no llevar medias y resulta que era mujer a la moda y había adquirido las primeras sin costura que llegaron al lugar. Incidentalmente he de confesar que el abandono de la costura -a mi pobre y ya caduco juicio- ha sido una de las pérdidas mayores de la civilización occidental.

La cristianísima Francia -curándose en salud, como hace siempre- boicotea la introducción de nuestra definición cultural. Y lo viene haciendo desde que asaron en Orleans a Juana de Arco, pues temían que fuese una innovadora y andaba todo el día travestida de combatiente. Porque el hábito hace al monje y hay que tener cuidado con las formas. Es en lo único que nos diferenciamos de los demás y nos identificamos con los propios.

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