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España contra sí misma

El presidente del Gobierno ha involucrado a España en una guerra que los españoles no entendemos. Este artículo no es un reiterado "no a la guerra", por más que desde mi actitud pacifista la rechace. Este artículo es una protesta ante una decisión que me parece totalmente injustificada e injustificable a la luz de nuestra historia.

Desde los tiempos medievales, en que fuimos invadidos por los árabes, España ha conservado en su identidad elementos culturales que nos han permitido realizar una labor de puente con los países islámicos. El prestigioso historiador Ramón Menéndez Pidal escribió un famoso libro en que identificaba a España como un "eslabón entre la cristiandad y el islam". Es una tradición española el haber conservado esa actitud de comprensión y respeto, avalada por ocho siglos de convivencia, hacia esos países -por otro lado, vecinos nuestros al sur del Mediterráneo- que dejaron una huella inolvidable en la famosa Escuela de Traductores de Toledo, germen del renacimiento filosófico europeo del siglo XII. Esta labor de puente alcanzó un momento álgido a principios del siglo XX con el llamado "africanismo" español, cultivado después por el régimen de Francisco Franco.

La decisión del señor Aznar no sólo va contra esta tradición secular, sino también contra nuestros vínculos con América Latina. Al colocarnos en una actitud de solidaridad con Estados Unidos mediante ese injustificable arbitrio mal llamado "coalición", damos la espalda a otra solidaridad más vieja, que es la de la "hispanidad". La expresión se creó precisamente a inicios del siglo XX para designar una actitud de fraternidad con países que empezaban entonces a sufrir las consecuencias de un expansionismo norteamericano de carácter depredador; recordemos que Estados Unidos se había quedado en 1848 con el 48% del territorio mexicano y que en 1898 los propios españoles sufrimos la agresión yanqui que nos despojó de las colonias antillanas. Ese vínculo fraterno tomó cuerpo durante los años de la democracia en las cumbres de la llamada Comunidad Iberoamericana de Naciones, pero tampoco se rompió durante los años de la dictadura franquista. Aquí también se aprecia que nuestro actual presidente de Gobierno es más franquista que quien dio origen al término. Hasta un dictador que hizo de sus señas de identidad el "anticomunismo" más acendrado no rompió con esos lazos de identidad, por más que en el caso cubano se identificasen con un régimen que se declaró comunista.

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Pero la decisión tomada por el actual Gobierno español todavía va más lejos y rompe también con otra tradición española: la del vínculo con el resto del continente europeo. Se ha hablado mucho de nuestra presencia en la Unión Europea y de nuestra participación en la construcción de este vasto organismo político, y ello resulta acorde con su impulso del que fuimos pioneros en el siglo XVI, cuando Carlos V defendía Europa como universitas christiana frente a la fragmentación protestante que defendía Lutero. En este punto también insistió Menéndez Pidal, tan hondo conocedor de nuestra historia, cuando al estudiar la idea imperial carolina calificaba de "europeísima" la política del emperador, de aquella época nos ha quedado el inolvidable Discurso de Europa, de Andrés Laguna, médico del propio Carlos, donde se defiende con desgarradores lamentos la unidad europea.

Estas tres tradiciones que hemos señalado -árabe, latinoamericana y europea- han marcado nuestra política exterior a lo largo de los siglos, caracterizando una identidad cultural que nos ha definido como pueblo mediterráneo en que se ha hecho realidad el cruce de culturas y civilizaciones, donde el sincretismo cultural se ha traducido en la función asumida de "puente" entre continentes: América, África, Europa. La política seguida ahora por el PP ha roto esa línea de nuestra política exterior que, como hemos señalado ya, ni siquiera la dictadura franquista se atrevió a desvirtuar. De aquí viene la indignación de nuestro pueblo y la profunda respuesta que ha despertado en amplias capas populares. Con más o menos conciencia, todos han sentido que algo muy profundo se rompía con la decisión gubernamental. Era, en definitiva, el enfrentamiento de España consigo misma; no ha habido aquí consignas políticas de provocadores, como se ha dicho, sino una expresión espontánea de la voluntad popular que ha sentido en lo profundo de su ser que algo suyo se le arrebataba con esta decisión de entrar en una guerra que no es la nuestra.

Para colmo, se da la circunstancia de que con esta decisión bélica se rompe la continuidad de una cultura nacional basada en la solidaridad y en la integración. El viejo "humanismo español", que defendieron nuestros místicos y nuestros pensadores, se inspiraba en un rechazo al impulso de poder, propio de los países anglosajones. He definido a éstos como una cultura que encuentra su razón de ser en el éxito social-económico o político, acorde con el impulso de la moral calvinista. Según ésta, los elegidos por Dios -doctrina de la predesti-nación- son los ricos, es decir, los que han tenido éxito social y económico. Max Weber desarrolló esa tesis magistralmente en su libro El espíritu protestante y los orígenes del capitalismo, que ha quedado como un clásico en la materia.

Como he desarrollado, por mi parte detalladamente, el espíritu español se inspiró en las antípodas de dicha actitud. Una interpretación evangélica de la pobreza, caracterizadora de la moral católica, llevó a considerar que el hombre y su valor intrínseco están por encima de sus posesiones materiales. Como dicen en Castilla, "nadie vale más que nadie"; o con palabras de Antonio Machado: "Por mucho que valga un hombre, nadie tiene valor más alto que el de ser hombre". Por eso he definido a la filosofía española como una "negación de la religión del éxito". Éste es el espíritu español -en las antípodas de lo anglosajón- y que España llevó a América creando -como decía Rafael Altamira- una "civilización española".

Nadie supo dar expresión más alta a este "humanismo español" que Cervantes en el Quijote; allí, el "desfacedor de entuertos y malandrines", convertido en ejecutor de una justicia universal, se convierte en perseguidor eterno del ideal moral y cristiano por encima de toda otra consideración. Esto es lo que he llamado el "idealismo de los ideales", expresión de una generosidad sin límites frente al "idealismo de las ideas" -típicamente sajón- que busca las "ideas" como instrumento de dominación de la realidad. A contrapelo de esta filosofía del poder, de la fuerza y de la dominación, surgió el "humanismo español" defensor de la "dignidad del hombre" por encima de cualquier posesión material. Éste ha sido el nervio de nuestra cultura -con la figura quijotesca como máxima expresión simbólica del mismo- que ha dado carácter y personalidad al pueblo español a lo largo de los siglos. Por eso no entiendo que ahora queramos subirnos al carro del poder, en contra de principios morales y éticos que han presidido nuestra historia; por eso se subleva y se echa el pueblo a la calle en manifestaciones multitudinarias. Es hora ya de que el actual Gobierno de España lo entienda así y se reconcilie con su sociedad, alejando de sus cabezas ese "mal de altura" de que ha sido hecho prisionero.

José Luis Abellán es presidente del Ateneo de Madrid.

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