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Tribuna
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La injusticia del más fuerte

Ha empezado una guerra, desde hace tiempo querida y planeada. Contra todos los reparos y advertencias de las Naciones Unidas, se ha dado a un prepotente aparato militar la orden, contraria al Derecho de Gentes, de lanzar un ataque preventivo. Se ha despreciado el voto del Consejo de Seguridad, al que se ha ridiculizado como irrelevante. Desde el 20 de marzo de 2003 sólo impera el derecho del más fuerte. Y, apoyado en esa injusticia, el más fuerte tiene poder para comprar y recompensar a los que quieren la guerra, y para despreciar o castigar incluso a los que no la quieren. Las palabras del actual presidente de los Estados Unidos, "Quien no está con nosotros está contra nosotros", reverberan desde tiempos bárbaros en todo el acontecer contemporáneo. Por eso no puede extrañar que el lenguaje del agresor se asemeje cada vez más al de su adversario. El fundamentalismo religioso autoriza a ambos bandos a abusar del concepto de "Dios" de todas las religiones, tomando por rehén a ese "Dios" según su propia interpretación fanática. Hasta la apasionada advertencia del Papa, que conoce bien la persistente desgracia que han producido la mentalidad y la práctica cristianas de cruzada, ha resultado inútil. Dispersos, impotentes, pero también coléricos, contemplamos la decadencia moral de la única potencia mundial dirigente y sospechamos que la locura organizada tendrá una consecuencia indudable: la motivación de un terrorismo creciente, de violencia y contraviolencia.

¿Son ésos todavía los Estados Unidos de América de los que, por muchos motivos, guardamos tan buen recuerdo? ¿Los generosos donantes del Plan Marshall? ¿Los longánimos maestros de la asignatura de la democracia? ¿Los sinceros críticos de sí mismos? ¿El país que, en otro tiempo, ayudó al proceso de la Ilustración europea, a superar el dominio colonial, se dio una Constitución modélica y consideró la libertad de expresión como derecho humano irrenunciable?

No sólo hemos visto cómo esa imagen, que con el paso de los años se ha ido haciendo cada vez más ilusoria, palidecía para convertirse en una imagen distorsionada de sí misma. También muchos ciudadanos de los Estados Unidos que aman a su país se sienten horrorizados por el derrumbamiento de los propios valores y por la altanería del poder que tienen en casa. Yo me siento unido a ellos. A su lado, soy proamericano confeso. Protesto con ellos contra la injusticia, brutalmente ejercida, del más fuerte, contra la limitación de la libertad de expresión, contra una política de información que, comparativamente, sólo se practica en los Estados totalitarios, y contra cualquier cálculo cínico que, después de morir miles de mujeres y niños, se considera aceptable si se trata de defender intereses económicos y políticos.

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No, no es el antiamericanismo lo que daña la imagen de los Estados Unidos, no son el dictador Sadam Husein y su país, en gran medida desarmado, los que amenazan a la potencia más fuerte del mundo; son el presidente Bush y su Gobierno los que persiguen el derrumbamiento de los valores democráticos, los que perjudican a su país, los que hacen caso omiso de las Naciones Unidas y los que ahora, con una guerra contraria al derecho internacional, sumen al mundo entero en el espanto.

Con frecuencia nos han preguntado a los alemanes si estamos orgullosos de nuestro país. La respuesta no era fácil. Y había motivos para nuestros titubeos. Yo puedo decir que el rechazo de una guerra preventiva que hasta ahora se ha manifestado en la mayoría de los ciudadanos de mi país me ha hecho sentirme un tanto orgulloso de Alemania. Después de dos guerras mundiales con consecuencias criminales, de las que debemos responder, hemos aprendido de la Historia, lo que no ha sido fácil, y entendido las lecciones que se nos habían dado.

Desde 1990, la República Federal de Alemania es un Estado soberano. Por primera vez, el Gobierno ha utilizado esa soberanía y ha tenido el valor de contradecir a los poderosos aliados, impidiendo que Alemania recayera en un comportamiento inmaduro. Agradezco su firmeza al canciller federal, Gerhard Schröder, y a su ministro de Asuntos Exteriores, Joschka Fischer, los cuales, a pesar de todos los acosos y calumnias, tanto externos como internos, han seguido siendo siempre dignos de crédito.

Es posible que muchos se sientan desanimados. Hay razones para ello. Sin embargo, no debemos dejar que se extingan nuestro no a la guerra ni nuestro a la paz. ¿Qué ha ocurrido? La piedra que hacíamos rodar montaña arriba está otra vez al pie de la montaña. Pero la haremos rodar nuevamente hacia arriba, aunque sospechemos que, apenas esté allí, volverá a aguardarnos al pie. Eso, al menos eso, es una protesta y una oposición inacabables, y es y seguirá siendo humanamente posible.

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