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Columna
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En contra de la sinceridad

Reconozco que hace tiempo, entre lectura y lectura de filosofía alemana, suele caer en mis manos alguna revista del corazón. Para descansar de tanta inteligencia (o de tanto conflicto vasco, si prefieren) nada como una vuelta rutinaria por la vida de los famosos, esos famosos de tercera que copan hoy nuestra atención. Y de pronto, uno de ellos (hoy día todo famoso es carne de cañón de periodista, pero de periodista dócil y sufrido, más preocupado por su contrato laboral que por la profundidad de sus indagaciones) me ilumina con una revelación digna de los mejores profetas. El famoso (¿Operación Triunfo? ¿Gran Hermano? ¿El puticlub conductista de Antena 3, concebido por alguna machista y casposa productora?) nos ilustra con sus consideraciones de comportamiento animal, de ética alumbrada a la luz de una sabiduría natural: "Yo soy, ante todo, una persona sincera".

De pronto tengo la sensación de que llevo media vida leyendo cosas parecidas, la confesión de personajes que descubren, ante el estimado público, lo mejor de su carácter: la sinceridad. La gente se precia de ser sincera y sinceros son los cantantes y los políticos, los actores y los presentadores. La gente hace desnudos de verdadera sinceridad, o se confiesa sincera, muy sincera, absolutamente sincera, de una sinceridad impoluta, diáfana y total.

No comprendo de dónde proviene esta obsesión por una virtud insostenible, que realmente no da más que problemas. El mundo busca guiarse ahora por criterios de sostenibilidad económica, pero habría que aludir también a una necesaria sostenibilidad moral. Y para que el mundo, nuestro mundo, se sostenga, es necesaria la utilización de altas dosis de piedad, de omisión y de mentira. Gracias a la piedad, gracias a la secreta certidumbre de que la sinceridad, más que una virtud, es un vicio de impresentables, el mundo no se disuelve en medio de una infernal guerra civil. En contra de lo que predican los famosos de tercera, la sinceridad es una práctica felizmente arrinconada en nuestra vida cotidiana, en el secreto rincón de nuestras convicciones más íntimas.

La hipótesis de un mundo donde todas y cada una de las personas que lo habitasen fueran radical, definitivamente sinceras, causa estremecimiento. La sola posibilidad de que todos empezáramos a emitir con la garganta aquellas opiniones que pasan por nuestra cabeza sólo podría generar toda clase de desórdenes y crímenes. Afortunadamente, y en contra de lo que predica la corrección política, no vamos por la vida contando la verdad. Pero esto ni siquiera es una muestra de relativismo moral o de cinismo. Antes al contrario, resulta más bien una muestra del carácter piadoso del alma humana, una piedad concebida desde la más compasiva ética cristiana.

Gracias a que no somos sinceros, nos hacemos soportables los unos a los otros. Pero todavía más: muy posiblemente, los ámbitos de nuestra realidad que peor funcionan responden a un exceso de sinceridad, esa virtud desordenada, ridícula, que tanto ponderan los seres inconscientes. ¿No será uno de los defectos de la política vasca que en ella hay demasiada sinceridad? ¿No sería conveniente que las declaraciones de nuestros políticos no fueran tan desgarradoramente veraces? ¿No estaría bien algo de acomodaticia mentira, para que tanto proyecto político encontrado se hiciera recíprocamente tolerable? ¿Qué tal una tribuna política llena de aduladores en vez de airados retóricos que cantan a todo el mundo las cuarenta? ¿Por qué no menos sinceridad, en política, y algo más de cortesía?

Convendría, en todo caso, olvidarse de tanta sinceridad de pacotilla y empezar a ser verdaderamente piadosos con los defectos y las manías de los demás. Sin duda nos iría mejor, en nuestra vida personal, pero también en nuestra vida pública, e incluso le iría mejor a la vida pública en sí misma. Y sea la verdad, la rigurosa verdad de aquello que pensamos y creemos, lo que nunca debió dejar de ser: un regalo que se ofrece a los amigos, a las personas de confianza, a las gentes dignas de respeto.

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