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Columna
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Padres amantísimos

Un diario vasco explicaba esta semana la tenaz lucha de unos padres frente al colegio al que acude su hijo, después de que éste hubiera sido sometido, por parte del centro, a una medida correctora. Tras protagonizar múltiples altercados en el autobús escolar, la dirección decide prohibir al niño el acceso al transporte durante tres días, y los padres, siguiendo una filosofía muy en boga en estos tiempos, no respaldan la decisión del colegio sino que acuden a la prensa, interponen una denuncia, e incluso recurren a la Guardia Civil, a la espera de que la legendaria pareja de verde amedrente a los responsables escolares del bus y les obligue a aceptar al niño en el transporte.

Desde luego, no hay datos suficientes para juzgar este caso en concreto ni es mi intención hacerlo, pero sí parece un buen arranque para comentar la disposición extravagante que hoy tienen muchos padres con relación a las instituciones educativas y a sus propios hijos.

En otros tiempos (en mis tiempos, como quizás habría que decir, habida cuenta de los años que uno va cumpliendo) ningún niño albergaba la más mínima duda acerca de la continuidad natural de la autoridad que ejercían sobre él padres y profesores. Los profesores apoyaban a los padres y los padres apoyaban a los profesores. Nunca en mi casa se reprobaron las medidas que tomaran conmigo en el colegio y nunca vi en las explicaciones de ningún maestro o profesor el más leve atisbo de desautorización de la familia.

Ahora las cosas han cambiado mucho, y cualquier medida disciplinaria sobre un hijo se considera, en muchas familias, una verdadera afrenta, una salvaje intromisión en sus derechos. Acallado el discurso de cierta progresía educativa, que acaso aspiraba a dinamitar la familia en el imaginario de los más tiernos infantes, la amenaza a la autoridad no se encuentra ahora en los colegios sino precisamente en las familias, en esas familias que han incorporado a su visión del universo lo peor de ese ideario norteamericano que hace a los padres sucumbir a los deseos de los niños y convertirse en sus esclavos.

Hacer apología de la autoridad no es hacer apología del autoritarismo, porque ya va siendo hora de quitarse el miedo a las palabras. Los niños, como seres moralmente incompletos, necesitan elementos correctores, y sólo la existencia de sólidos referentes externos puede ayudarles en esa orientación. Esos referentes externos tanto más monolíticos habrán de ser en tanto más pequeños sean los niños, ya que sólo con el tiempo el foco irá ampliando su visión, proporcionando parcelas de libertad cada vez mayores, a medida que el niño se convierte en adolescente. No se trata de aceptar la autoridad sin crítica, se trata de saber que el niño no puede criticarla por principio, aunque la formación recibida durante ese período temprano le ayudará después a desarrollar un verdadero espíritu crítico, que nada tiene que ver con un espíritu caprichoso, aliado siempre de sus más livianos deseos.

Por desgracia, se ha impuesto en la familia contemporánea un modelo de padres inconclusos, babeantes, escasamente exigentes, que creen en la natural bondad de su criatura hasta extremos patológicos y consideran a cualquier educador, a cualquier maestro, más que un aliado un enemigo a batir. Todos tenemos amigos dedicados a la enseñanza que cuentan anécdotas escalofriantes acerca de padres y de madres que no toleran ya el más mínimo contratiempo en la biografía vital, psicológica o académica de sus hijos.

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Supongo que unos padres incapaces de interiorizar que su niño puede ser castigado por tres días, unos padres que acuden a la prensa para "denunciar" esa medida y que movilizan las energías de tantas autoridades (la familia, el colegio, la Ertzaintza, la delegación territorial de educación y la Guardia Civil), se hallarán muy contentos de sí mismos, pero quizás no ofrecen el mejor modelo de conducta para su propio hijo, el cual contemplará bastante divertido cómo sus padres se dedican a pleitear con las autoridades de un centro educativo en vez de confiar en ellas.

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