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¿La guerra mañana?

Escribo desde Nueva York, de vuelta de una manifestación contra la guerra que ha arrastrado multitudes hacia la sede de Naciones Unidas y la tribuna donde artistas, sindicalistas y militantes han tomado la palabra. Ahora bien, hace sólo unos días, ni la televisión ni los periódicos dejaban oír ni la más mínima voz contra la guerra. El presidente, sus ministros y los senadores desfilaban en el centro de un mundo vacío, donde nadie, ni en Estados Unidos ni fuera, parecía expresar una opinión, al menos desde el punto de vista de Nueva York y Washington. La voz oficial de Estados Unidos era la única que se dejaba oír y pensaba que arrastraría a todo el mundo, excepto a los pérfidos franceses, a una guerra que haría triunfar a Estados Unidos sobre las fuerzas del mal. Los periodistas de los grandes periódicos y la televisión, considerados liberales, habían reaccionado hasta entonces otorgando a Bush una confianza total. Ahora bien, las primeras encuestas muestran una situación más compleja. Es cierto que los estadounidenses apoyan a Bush y dan muestras de un patriotismo que les empuja a aceptar las decisiones del presidente, y sin embargo, más de la mitad de la población apoya la posición del Consejo de Seguridad y piensa que nada justifica una guerra preventiva que corre el riesgo de acarrear dolorosas represalias. Al mismo tiempo, la opinión estadounidense descubre la importancia de las manifestaciones antiestadounidenses que se multiplican en el mundo. De repente, Bush aparece aislado, comprometido en la guerra por razones a la vez ideológicas y casi religiosas.

Antes de buscar las razones que hacen evolucionar la opinión, hay que medir el cambio de orientación en Estados Unidos. En menos de dos años ha sido completo y espectacular. Antes del 11-S, el tema dominante era el de la globalización, es decir, el de la construcción de un mundo económico dominado por redes financieras y económicas y gestionado por el poder estadounidense. Concepción que ha provocado fuertes resistencias, pero que unía en cierta medida a los países industriales con las decisiones tomadas y donde la hegemonía estadounidense no excluía escuchar a los aliados. Después del 11-S, prueba terrible a la que los neoyorquinos y todos los estadounidenses respondieron con una gran sangre fría, el Gobierno estadounidense cambió completamente de tono y se implicó en la preparación de una guerra cuya responsabilidad quiso asumir por completo, sin ninguna negociación con los aliados habituales y sin escuchar a la opinión pública. De pronto, un país que parecía preocupado sobre todo por los problemas económicos se encerró en una verdadera paranoia. A medida que se multiplican las reacciones hostiles a la nueva política estadounidense, ésta se vuelve cada vez más arriesgada. Lo es ya hasta tal punto que podemos temer que el presidente Bush declare la guerra para evitar ver cómo desaparecen los apoyos que había recibido al principio. La opinión pública internacional e incluso nacional ejerce una presión cada vez más fuerte y las reuniones del Consejo de Seguridad han debilitado gravemente la postura del Gobierno estadounidense, que no ha podido aportar la prueba clara de las siniestras intenciones de Sadam Husein. ¿Se puede seguir siendo optimista y pensar que el Gobierno estadounidense intentará salir de este atolladero aceptando las propuestas hechas por Francia, Alemania, Rusia y China? Hoy todavía, la impresión dominante es la de una guerra anunciada y unos dirigentes que se niegan a comprender la hostilidad que suscitan estos proyectos y la gravedad de los riesgos que adquieren para su propio país.

Porque no puede haber una gran vuelta atrás. La época de Clinton parece ya lejana y, por otra parte, la misma Hillary Clinton apoya, como muchos demócratas, la política del nuevo presidente. El propio presidente no puede renunciar a su plan inicial más que pagando un precio elevado: la crisis de la OTAN está abierta y se ha creado una verdadera ruptura con quienes construyeron Europa hace medio siglo. Más aún, el despertar de la opinión pública adormecida por el patriotismo no se puede esconder más. Lo que quiere decir que las elecciones de 2004 que se preparan corren ya el riesgo de ser difíciles para el presidente, que podría sentirse tentado, también por esta razón, de lanzarse a la guerra. Por eso la inquietud aumenta y la opinión pública se despierta, incluso si los medios de comunicación siguen deformando la realidad y ahogando el eco de las voces que se oponen a la guerra.

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¿Quién irá más deprisa? La presión exterior internacional aún más que la nacional o la huida hacia adelante, a la vez religiosa y política, de un presidente que quiere ser el jefe de una nueva cruzada, la que destruirá a las fuerzas del mal: ayer destruyó a los talibanes; mañana destruirá Irak; pasado mañana, Corea del Norte, antes de que aparezcan otros enemigos, pero antes también de que se multipliquen los actos terroristas y que Estados Unidos sea objeto de un rechazo cada vez más violento en la mayor parte del mundo. Durante este tiempo, quizá también Tony Blair comience a inquietarse al ver que la opinión pública británica está tan cerca de la de otros países europeos. Quizá también las posturas adoptadas por los primeros ministros Aznar, en España, y Berlusconi, en Italia, darán a sus enemigos políticos posibilidades de éxito que no pensaban lograr tan fácilmente y ambos se verán inducidos a limitar su apoyo a Estados Unidos.

Nos gustaría ser optimistas, creer que el Consejo de Seguridad va a ganar tiempo y que los marines estadounidenses se conformarán con mostrar su fuerza sobrevolando Irak en sus helicópteros. Pero la angustia aumenta. ¿Quién cree todavía que una guerra contra Irak sería un paseo militar sin bajas dolorosas para Estados Unidos? Ante la duda, lo más sensato para todos es multiplicar las muestras de rechazo a la política del presidente Bush, que es arriesgada, peligrosa, y quizá catastrófica, para Estados Unidos en primer lugar y casi tanto para el resto del mundo.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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