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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La guerra y la perversión de la culpa

Fernando Vallespín

Estos momentos de excitación bélica están pidiendo a gritos un poco de reflexión. A pesar de su inmenso eco en la prensa y de la aparición de una extensa literatura sobre las nuevas guerras, sus causas y su posible justificación, sigue ausente una verdadera capacidad para contemplar el fenómeno de la guerra desde una perspectiva más extensa y profunda. Parece como si este "mundo rápido" en el que nos ha tocado vivir nos imposibilitara para detenernos a pensar hacia dónde vamos con tanta irracionalidad. Los dos libros que aquí recensionamos pueden servir de contrapeso. Contribuyen a abordar los desastres y horrores de la guerra desde un enfoque que no suele ser el habitual. El primero de ellos recoge la conmovedora correspondencia entre el filósofo vienés Günther Anders y Claude Eatherly, el piloto del avión encargado de facilitar el camino al Enola Gay antes de que éste dejara caer la primera bomba atómica sobre Hiroshima. El segundo es otro de esos densos y sinuosos ensayos con los que se prodiga Peter Sloterdijk, el filósofo alemán de moda. En él aborda la particular estrategia de devastación introducida en el siglo XX y consistente en atacar los presupuestos vitales medioambientales del enemigo. Ambos nos ilustran sobre el mundo que hemos creado desde el momento en que comenzamos a aplicar la tecnología al servicio de la destrucción.

TEMBLORES DE AIRE. EN LAS FUENTES DEL TERROR

Peter Sloterdijk Traducción de Germán Cano Pre-Textos. Valencia, 2003 142 páginas. 12 euros

MÁS ALLÁ DEL LÍMITE DE LA CONCIENCIA

Günther Anders Traducción de Vicente Gómez Ibáñez Paidós. Barcelona, 2003 225 páginas. 14 euros

Günther Anders, discípulo de Heidegger y casado con Hannah Arendt durante sus primeros años de exilio, fue uno de los grandes promotores del movimiento antinuclear de posguerra. Su compromiso se enmarcó en una más amplia denuncia de nuestro creciente sometimiento a la tecnología. Su obsesión, manifiesta en la mayoría de sus escritos, fue la nueva incapacidad de los hombres para representar con precisión los efectos colaterales del desarrollo tecnológico y, sobre todo, la nueva situación moral en la que nos ha situado. De ahí que viera en el caso Eatherly una magnífica confirmación de sus tesis. A pesar de seguir órdenes y de desconocer en ese momento el devastador efecto de la bomba que contribuiría a arrojar sobre Hiroshima, Eatherly nunca cesó de sentirse culpable. Contrariamente a los otros participantes directos en la masacre de más de 200.000 personas, que fueron recibidos en su país como héroes, no pudo superar los tormentos de su conciencia. Durante años estuvo sometido a una crisis psicológica constante, que lo condujo a un par de intentos de suicidio, así como a cometer diversos delitos de poca monta en un desesperado intento por ser condenado, por ver reconocida su culpabilidad. El resultado fue un largo peregrinar por diversas instituciones psiquiátricas, que corrió parejo al fallido intento por parte de las autoridades de ocultarlo de la mirada pública. Su intercambio epistolar con Günther Anders, que abarca el periodo de 1959 a 1961 y se corresponde con el periodo de su internamiento, contribuyó decisivamente a que Eatherly pudiera cobrar una mayor conciencia de sus actos y le facultó para encontrar un nuevo sentido a su vida dentro del movimiento antinuclear y pacifista.

El resultado es un curioso y

emocionante diálogo entre un filósofo ansioso por confirmar sus hipótesis y un individuo lúcido y sufriente, que de verdugo pasó a convertirse en una más de las víctimas de Hiroshima. La enfermedad mental que las autoridades atribuyeron a Eatherly -ésta sería la tesis de Anders- sirvió para que el arrepentimiento y conciencia de culpa del piloto no se convirtiera en su propia condena, en la condena del sistema. El aparato exime a todos de cualquier responsabilidad, incluso a aquellos que lo sostienen y dirigen, y "lo único que queda es la tierra carbonizada de las víctimas y la radiante buena conciencia de los necios". El drama de Eatherly, pero también su grandeza, consistió, precisamente, en mantener viva la conciencia, en no adormecer la culpa y, en consecuencia, en negarse a aceptar acríticamente el horror y la devastación infringidos por el hombre. Fue "inocentemente culpable", pero su "culpa" permite desvelar la perversión moral dominante que se manifiesta en la anulación de la responsabilidad moral por nuestros actos.

El ensayo de Sloterdijk se

complementa con el texto anterior en lo que tiene de genealogía de los avances tecnológicos en el arte de matar. Es también algo más que eso, ya que pretende presentarse como un diagnóstico del mundo moderno a partir de su capacidad para controlar por medio de la tecnología espacios que hasta entonces habían sido mero contexto de vida, como el aire y la atmósfera. Su apropiación como objetivo de campañas militares, que tiene su origen en la aplicación de gas clórico por parte del ejército alemán en 1915, servirá para poner en marcha una nueva forma de terror. Sloterdijk lo llama "atmoterrorismo". El medio ambiente se introduce así en la confrontación entre partes enfrentadas. Ya no se trata de apuntar al cuerpo del enemigo, como en la guerra tradicional, sino a sus condiciones vitales, a las condiciones ecológicas en las que se desenvuelve la existencia humana. El efecto de este giro es la pérdida de la idea misma del enfrentamiento a un enemigo. La conversión de la guerra en "terrorismo" la reduce a mero modus operandi: consiste en la "explicación maximalista del otro bajo el punto de vista de su condición de exterminable". A partir de ahí aparece el medio ambiente como objeto que es preciso controlar "bajo el sesgo de su vulnerabilidad".

No es preciso hacer un alto en cada uno de estos "avances" en la barbarie atmoterrorista, en la aplicación de este air-conditioning negativo. Van desde la primera utilización de gases venenosos hasta los "bombardeos de alfombra", pasando por el exterminio del Holocausto, las bombas nucleares, o los nuevos planes del Pentágono sobre la "guerra en la iosfera", el control del tiempo atmosférico con fines bélicos. Sloterdijk no deja de percibir una relación íntima entre "locura homicida y rutina", ejemplificada de modo paradigmático en el Holocausto. Pero también en los sórdidos desarrollos de los distintos medios de aplicación de la pena de muerte, que encuentra su propia versión "atmo-terrorista" con la puesta en práctica en 1924 de la cámara de gas de Nebrasca.

El resultado final de este estremecedor repaso por los horrores del siglo XX confluye en la idea central de cómo la técnica, destinada a emanciparnos de nuestros propios miedos, ha acabado por engendrar a su vez más miedo o terror. Con el añadido de que el énfasis sobre el abstracto control técnico y la extensión de la propia capacidad destructiva correlaciona directamente con la ausencia de responsabilidad individual por sus consecuencias.

La "pérdida de la inocencia" del aire, el uso de la atmósfera en la que respiramos como "ámbito de legitimación de una locura ordenada", le sirve al autor alemán como punto de referencia para una más amplia reflexión sobre la modernidad y algunos de los efectos derivados de la aplicación de los avances científico-técnicos. No puede decirse que sea un libro agradable de leer, pero a nadie le dejará indiferente.

Hiroshima, tras la explosión de la bomba atómica el 6 de agosto de 1945.
Hiroshima, tras la explosión de la bomba atómica el 6 de agosto de 1945.

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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