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La España superpuesta

Estamos ante una situación que no es la primera vez que se da entre nosotros. La etapa histórica convencionalmente conocida como la Restauración, fines del XIX y comienzos del XX, ensayó en nuestro país, con Cánovas y Sagasta como principales protegonistas en el turno del bipartidismo con dos fuerzas políticas (conservadores y liberales), que nunca pasaron de ser meras agrupaciones de notables, el juego de una Monarquía constitucional establecida en la Constitución de 1876. El texto constitucional dejaba para una ley posterior la clase de sufragio que habría de funcionar y, precisamente por ello, sin cambiar el texto, hubo etapas de sufragio restringido y otras de sufragio universal.

Ahora bien, en ambos casos, y durante decenios y decenios, la práctica del sufragio estuvo viciada por la existencia del caciquismo. Eran los caciques, y sobre todo en la amplia España rural, los encargados de dirimir los resultados electorales, de los que nunca resultaba perdedor el Ministerio de la Gobernación. No se concibe esta larga etapa sin la presencia y sin el poder de los caciques. Y nuestra literatura política (Joaquín Costa o Lucas Mallada, por ejemplo) denunció una y cien veces este importante lastre. Como señalara Ortega, nada era verdad, todo era un puro artificio. Y a esa España oficial es a la que se quería oponer pronto la España real.

Ocurre, empero, que trabajos más recientes a nosotros, posiblemente por no estar tan dolidos por los acontecimientos, están intentando, en lo posible, salvar la obra de la Restauración y, hasta cierto punto, justificar la idea de que el caciquismo era la única forma participativa y de funcionamiento en una España iletrada, inculta, con muy alto índice de analfabetismo y absolutamente ajena al juego de la política que protagonizaban las llamadas "familias de la Restauración". Sobre ese mundo caduco se superponía un sistema (que se dice era vigente también en otros países) que, aunque corrupto, permitió que el régimen funcionara.

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Algo similar, aunque no exactamente igual, ocurrió durante nuestra segunda República. Existió caciquismo en no pocos lugares de España. El siempre ineficaz Casares Quiroga puede ser un buen ejemplo de ello. Otra vez parece que no había más remedio. La República realizó una valiosísima labor en la enseñanza (creación de escuelas y maestros), y durante sus años de vigencia, una larga nómina de intelectuales, científicos y escritores engrandecieron nuestra cultura. Pero, no hay que olvidarlo, el país seguía siendo el mismo. Otra vez, una serie de nombres aislados, por encima de una España también inculta y también ajena a los valores de una cultura cívica que siempre ha de acompañar a un régimen democrático para su efectiva consolidación. No hay más remedio que reconocerlo, a pesar de los escasos y poco modernos ejemplos que puedan traerse a colación en sentido contrario. Como siempre, fue Azaña quien supo ver que la República (para entonces, la democracia) tardaba mucho en llegar a los pueblos y el que denunció los lastres del inmediato pasado. Me atrevería a sugerir que, de no haberse dado tales índices de incultura, la Guerra Civil, en un lado y en otro, no habría costado tanta sangre.

Un punto de diferencia con la España de nuestros días. La vigencia actual de una poderosa clase media, nacida en los años sesenta (uno no llega a saber si "querida por" o "a pesar de") y protagonista indiscutible de la última transición a la democracia. Una clase que no quería arriesgar nada de lo conseguido durante los años de vacas gordas del franquismo y a la que la continuidad o desaparición del Movimiento Naciona1 le importaba bien poco. Es la que sigue estando ahí, centrando actitudes de partidos y condenando empresas de dislate.

Pero la historia se repite aunque en términos menos trágicos.Nuestra sociedad actual peca de grandes dosis de mediocridad. Nuestros niveles culturales han sufrido un notable retraso. Los sucesivos planes de enseñanza han situado a nuestra actual juventud en la más crasa ignorancia, sobre todo en el terreno de las humanidades y ciencias sociales. Se pueden contar con los dedos de una mano (y hasta sobran) los filósofos y cultivadores del pensamiento que existen. El índice de lectura de los españoles da vergüenza escribirlo. La Universidad, salvo milagros, entró en franca decadencia al aparecer la perversa LRU. No es un tópico eso de que se han perdido los valores. Es que el único valor existente es el consumismo. Ni se enseña la Constitución en escuelas y colegios, ni se esparcen los valores democráticos, ni se sale de un país de estólidos. Es la triste realidad.

Y precisamente sobre este triste panorama de panmediocridad se está montando, como algo superpuesto, como algo que no ha rascado a fondo, como algo sin raíces permanentes, otra nueva España que es la que avanza contra viento y marea. El imperio de la técnica, el reinado de la tecnología lo pueden todo. Es muy posible que, no muy tarde, sea el dominio de la técnica hasta el principio legitimador de la misma política, en vez de la democracia. Tendrá el poder quien domine los recursos de la técnica y no quien posea el mayor número de votos. Ya se han dado algunos casos de votar por Internet. Hasta el lenguaje cambia. Ahora, "chatear" ya no es tomar unos chatos de vinos y "hablar de sus cosas" en las barras de un café. Y los mensajes se "cuelgan" de no sé bien dónde. Comienza a sobrar la memoria, por lo que bien pronto desaparecerán buena parte de nuestras actuales oposiciones. El acierto en el botón es lo único que vale. A su través "se entra" o "se sale" de donde se quiera. Ya hay amores gracias a la informática y está a punto de llegar la defunción por Internet.

Va de suyo que todo esto goza de valores muy positivos. Y, sobre todo, que resulta absurdo oponerse a ello. Al contrario. Habrá que entrar en ese nuevo mundo, inserto, por demás, en la todopoderosa globalización. Pero, no lo olvidemos, volverá a ser algo superpuesto. Algo que se pone encima de la desigualdad, la infelicidad, el hambre de millones de seres, la incultura, los que mueren de sida en África, etcétera. Y entre nosotros, sobre quienes, a buen seguro, no han parido una sola idea que merezca la pena y hasta es posible que incluso ignoren quién fue la bella Dulcinea del Toboso. La misma sociedad, como aspiraba Ortega en sus prédicas en favor de Europa, o el mismo Estado, como prefería Unamuno, tienen la palabra en la gran empresa de aminorar distancias entre lo que llevamos puesto y lo que ahora se nos sobrepone.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza; su libro más reciente es La segunda República setenta años después, publicado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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