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Tribuna:EUROPA Y EE UU TRAS EL 11-S
Tribuna
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Las semillas de una posible ruptura entre EE UU y Europa

El autor advierte del deterioro en las relaciones transatlánticas en este artículo, publicado en la 'Harvard International Review' con el título de "Perspectivas de la política exterior de EE UU"

Javier Solana

La asociación trasatlántica entre Europa y Estados Unidos, forjada tras la Segunda Guerra Mundial, ha demostrado su éxito y resistencia a lo largo del último medio siglo. El entorno internacional cambió radicalmente con la caída del muro de Berlín en 1989, pero sus repercusiones sólo se han manifestado de modo gradual. El impacto de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 ha arrojado luz sobre la evolución de la relación entre Europa y Estados Unidos durante la última década como consecuencia de un entorno transformado.

Así, mientras Washington ha reaccionado con rapidez a los nuevos desafíos, tanto en la práctica como en su definición de estrategia, las diferencias de percepción y capacidad contienen las semillas de una posible ruptura trasatlántica. Nada podría ser más peligroso para ambas partes; Europa y Estados Unidos tienen el deber común de cultivar su relación. Ello requiere un serio debate sobre percepciones, valores, métodos y capacidades.

La crudeza y las distinciones morales en el lenguaje de EE UU chocan a los europeos
Si EE UU reclama el poder para sí mismo, provocará resentimiento y hostilidad
La alianza transatlántica debe ser más que una asociación 'ad hoc' y puramente utilitaria
Lo necesario y deseado no es el imperio estadounidense, sino el liderazgo estadounidense
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Aunque el final de la Guerra Fría fue una gran victoria para Occidente, dio paso a un periodo de ajuste y evolución que disminuyó la centralidad de Europa para Estados Unidos. La desaparición de una amenaza existencial, la menor importancia estratégica del teatro europeo, y el creciente interés de Estados Unidos por otras prioridades diluyeron parte del pegamento de las relaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos. Otros acontecimientos complicaron esta imagen: la incapacidad de Europa de hacer frente a la crisis de los Balcanes sin la ayuda de Estados Unidos, el desfase entre ambos socios en relación con el crecimiento económico durante la década de 1990 y la preocupación de Europa por su propio desarrollo interno. Debe reconocerse a los líderes de ambos lados del Atlántico el mérito de que las relaciones siguieran siendo fuertes a pesar de estas brechas crecientes; la Declaración Trasatlántica de 1990 y la Nueva Agenda Trasatlántica de 1995 fueron pasos inteligentes hacia una reinvención de la asociación tras el fin de la Guerra Fría.

En Europa, el efecto inmediato de los atentados del 11 de septiembre fue desencadenar una ola nueva de solidaridad emocional con Estados Unidos. "Todos somos estadounidenses", proclamó Le Monde el día siguiente a los atentados. De hecho, los europeos sintieron que ese ataque había sido un ataque contra los valores que compartían con Estados Unidos. Ahora, un año después, la relación parece mucho menos halagüeña. Una mirada fría a los hechos revela un tono más crítico, una mezcla más compleja de emociones y cierto grado de exasperación en Europa, incluso por parte de quienes se consideran atlantistas acérrimos. En cierto modo, esto es simplemente el efecto normal del paso del tiempo, que ha permitido reanudar el debate político, del mismo modo que la solidaridad bipartidista dentro de Estados Unidos se ha erosionado inevitablemente. No obstante, más esencialmente, esta fricción refleja una nueva serie de tensiones entre ambas partes, alimentada por diferencias de percepción, prioridades y respuestas a los atentados terroristas.

Claramente, las percepciones estadounidenses del mundo se han transformado. Donde antaño la geografía y el poder militar proporcionaban confort y seguridad, hoy existe un sentimiento persistente de vulnerabilidad y exposición al peligro. La "seguridad de la patria", una frase y un concepto ajenos antes del 11 de septiembre, es ahora el factor predominante en la política de Estados Unidos, con consecuencias de largo alcance que han suscitado cambios en las iniciativas políticas de Estados Unidos en el plano nacional, económico, de defensa y exterior.

En cambio, para el resto del mundo que fue espectador horrorizado más que víctima directa de los atentados el 11 de septiembre fue un acontecimiento simbólico, una brutal llamada de atención hacia los peligros de un megaterrorismo que combina fanatismo con inmenso poder destructivo. Para los ciudadanos de Londres, París y Madrid, la novedad mortífera de los ataques de Al Qaeda reside en el atroz grado de muerte y destrucción causadas, no en el hecho de que se hubiera convertido en objetivo a civiles inocentes sobre suelo patrio sin previo aviso. Para la mayoría de los europeos hoy, el cambio reciente más importante en el entorno de la seguridad es la eliminación de la amenaza soviética y no el surgimiento de una amenaza terrorista, que es el foco de atención natural en Estados Unidos.

Existen más disparidades en las percepciones de la verdadera naturaleza de esta nueva amenaza terrorista. La elección del lenguaje a ambos lados del Atlántico es reveladora: lo que para Estados Unidos es una "guerra contra el terrorismo" para Europa es la "lucha contra el terrorismo". Para muchos ciudadanos estadounidenses los atentados fueron un acto de guerra y una expresión del mal. Los europeos también condenaron los ataques sin reservas, pero al mismo tiempo ven el terrorismo como el síntoma más extremo y reprensible de una disfunción política más amplia y profunda. Estas diferencias de percepción pueden explicarse en parte por la divergencia de las capacidades de ambos actores. La respuesta militar pareció más natural a la potencia militar preeminente del mundo que a una potencia civil como Europa, que de hecho prefirió una respuesta diplomática.

Pero estas diferentes caracterizaciones reflejan también la naturaleza dispar de ambas sociedades. La certeza moral de un Estados Unidos relativamente religioso encuentra difícil paralelo en una Europa principalmente secular. Una sociedad religiosa explica el mal en términos de elección moral y libre voluntad, mientras que una sociedad civil busca las causas del mal en factores psicológicos o políticos. Esta certeza moral se refleja en un lenguaje político cuya crudeza y distinciones morales implacablemente claras a menudo han chocado a los europeos, para quienes el compromiso y la diferenciación son la norma. Incluso algunos líderes religiosos de Europa se han sentido incómodos con la brusquedad ética de algunos análisis estadounidenses. "Hablar grandilocuentemente de individuos malignos", escribió Rowan Williams, arzobispo electo de Canterbury, "no ayuda a entender nada. Incluso los actos viles y asesinos tienden a proceder de alguna parte". Curiosamente, incluso un realista estadounidense testarudo como Robert Kaplan hace una afirmación similar en su libro Warrior Politics (La política de los guerreros): "Los Estados raramente pueden categorizarse como estrictamente buenos o malos. Unas veces tienden a actuar bien y otras a actuar mal, mientras navegan sin fin en busca de ventajas. Por eso, el término Estado delincuente, aunque ocasionalmente sea apropiado, puede que también exponga las ilusiones idealistas del que lo utiliza, ya que juzga erróneamente la naturaleza de los propios Estados".

Sin embargo, son las diferencias de enfoque político, más que un supuesto relativismo moral, lo que mejor explica por qué los políticos europeos eligen, por ejemplo, no romper sus contactos con Yasir Arafat antes de las elecciones palestinas. Asimismo, los análisis políticos diferentes, no un desacuerdo básico sobre fines definitivos o juicios morales, son lo que anima a los europeos a provocar reformas en Irán a través de las relaciones antes que del aislamiento.

Los responsables políticos estadounidenses ven la nueva amenaza terrorista como el desafío primordial a la seguridad y el orden internacionales, excluyendo casi por completo todos los demás. Los europeos, por otra parte, tienden a verla como una más de entre una serie de amenazas, junto con la pobreza, los conflictos regionales sin resolver, las pandemias y el cambio climático. La izquierda y la derecha, los halcones y las palomas, los políticos y la opinión pública por igual, todos apoyan una política activa para enfrentarse a los problemas del desarrollo sostenible y las posibles conflagraciones regionales. Los europeos son más propensos a ver estas cuestiones en relación con sus posibles efectos sobre la seguridad y la inseguridad que los estadounidenses y, consiguientemente, a apoyar una estrategia preventiva. En su discurso de junio de 2002 en la academia militar estadounidense de West Point, el presidente George Bush proclamó: "Debemos enfrentarnos a las peores amenazas antes de que surjan... si esperamos a que esas amenazas se materialicen, habremos esperado demasiado tiempo". Esta doctrina, en opinión de los europeos, se aplica imperativamente a temas como el cambio climático antes que a la acción militar preventiva como pretende Bush.

El Gobierno de Bush ha respondido rápidamente a los nuevos problemas, en la práctica y en pensamiento estratégico, como evidencia la recientemente publicada Estrategia de Seguridad Nacional (ESN). Este importante documento representa la respuesta de Estados Unidos a la conmoción del 11 de septiembre y al final de la Guerra Fría. La primera ha acelerado la evolución anunciada por los acontecimientos de 1989: una nueva arquitectura geopolítica que supone relaciones más estrechas entre Estados Unidos y Rusia, y quizá China, el abrumador dominio de Estados Unidos como principal potencia militar, y la redefinición de la alianza de la ONU. También ha proporcionado nuevos ímpetus y una razón de ser a la acción decisiva de Estados Unidos, con o sin la comunidad internacional. En ese sentido, está de acuerdo con la opinión más escéptica sobre el multilateralismo adoptada por Condoleeza Rice antes de asumir su cargo de Asesora de Seguridad Nacional estadounidense: "La política exterior", escribió, "será con toda seguridad internacionalista, pero también procederá de la firme base de los intereses nacionales, no de los intereses de una comunidad internacional ilusoria".

La ENS establece las objeciones políticas estadounidenses con admirable claridad, aunque suscita una serie de cuestiones y confirma la existencia de diferentes percepciones a ambos lados del Atlántico. Como su título indica, se trata de una estrategia nacional, pero con amplias consecuencias internacionales. El paso de un sistema de contención y disuasión a un mundo de prevención militar definida por un Estado representa un cambio político drástico que tendrá repercusiones directas en Europa y el resto del mundo. Como Henry Kissinger declaró ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado en septiembre, "el establecimiento de principios que garantizan a todas las naciones un derecho ilimitado a lanzar ataques preventivos contra lo que ellas mismas definan como amenazas a su seguridad no puede redundar en beneficio de Estados Unidos ni del mundo". En cuanto europeo, me pregunto si redunda en el interés común de la comunidad internacional el desarrollar principios que concedan a un único país un derecho ilimitado. La amenaza del terrorismo vinculado con las armas de destrucción masiva quizá justifique una revisión de las categorías tradicionales de contención y disuasión que han garantizado la paz en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Pero el uso preventivo de la fuerza necesita una legitimación más amplia, ya sea a través del Consejo de Seguridad de la ONU o al menos mediante una forma de respaldo multilateral. Si Estados Unidos reclama el poder para sí mismo, lo único que hará será provocar resentimiento y hostilidad en el exterior, y en última instancia acabará por perjudicar sus propios intereses nacionales.

Además, tras el supuesto planteamiento ampliamente internacionalista que la ENS plantea respecto a opciones políticas como la política del desarrollo, el comercio y la cooperación regional, se encuentra un firme mensaje que resalta la supremacía militar estadounidense y el uso de la fuerza militar para responder a nuevas amenazas. No es sólo su relativa debilidad en el plano militar lo que induce a los europeos a adoptar una actitud menos optimista a ese respecto, sino también su genuina creencia en que una respuesta militar no resuelve por sí misma el problema del terrorismo y que en realidad quizá aumente el riesgo de que se produzcan amenazas asimétricas. Una nueva doctrina sobre la seguridad mundial debe combinar estrategias de prevención, protección y represión para enfrentarse a la amenaza terrorista. La Unión Europea, con su específica cultura de seguridad basada en la prevención del conflicto, el diálogo y la sensibilidad a las raíces económicas y sociales de la violencia, tiene una importante contribución que hacer a ese respecto. Sin embargo, en última instancia, la credibilidad de tal estrategia descansa en la capacidad de Europa de dotarse también a sí misma de medios para usar la fuerza cuando todo lo demás haya fracasado.

Al mismo tiempo, debemos garantizar que las respuestas de seguridad no sólo sean completas, integradas y a largo plazo, sino también ampliamente aceptadas y gestionadas. Al hacerlo, ayudamos a garantizar que los valores que el terrorista rechaza -el gobierno de la ley, la libertad, la democracia- no se convierten en sí mismos en víctimas de nuestra lucha. Defender nuestra paz, expandir nuestros valores y compartir nuestra prosperidad no será posible en un mundo de anarquía y caos. La lucha por conseguir un mundo de orden será más legítima y más eficaz si se basa en la cooperación internacional y en el respeto a las reglas y a las instituciones globales. A ese punto de vista se debe el que los europeos escépticos diesen la bienvenida al compromiso del presidente Bush de mantener el liderazgo estadounidense a través, y no fuera, del Consejo de Seguridad en la cuestión de las armas de destrucción masiva de Irak. Para los europeos éste es algo más que un escaparate diplomático; constituye la diferencia entre un curso de acción que fortalece la ley y el orden internacionales, y otro que los erosiona.

Los europeos no son partidarios del multileralismo porque tengan instinto gregario, ni porque se vean como liliputienses intentando sujetar a Gulliver. El apego de los europeos al multilateralismo se basa en la experiencia. Después de 1945, el surgimiento del continente europeo tras el desastre de la guerra y la destrucción y el aislamiento del nacionalismo intolerante han sido un éxito para el multilateralismo y el liderazgo estadounidense. Fue Estados Unidos el que inventó el multilateralismo moderno como sistema de funcionamiento después de la Segunda Guerra Mundial. Al reunir su soberanía en la Unión Europea y otras organizaciones multilaterales, los Estados europeos han seguido ese ejemplo y conseguido aumentar la seguridad y la estabilidad regional. El precio ha sido comprometerse con un sistema de negociación permanente que requiere paciencia y concesiones mutuas.

Estamos convencidos de que los problemas mundiales -ya sean económicos, medioambientales o políticos- requieren soluciones mundiales. Las mercancías, los servicios y las personas circulan más que nunca. Las emisiones de gases invernadero no respetan fronteras, y tampoco los terroristas ni los delincuentes. Los conflictos se extienden de un país a otro y las crisis financieras tienen efectos indirectos en todo el mundo. En este mundo globalmente interdependiente, el empeño en mantener el multilateralismo representa una inversión a largo plazo en seguridad. Si los más débiles y los más pobres sienten que su voz no se está escuchando, pronto se convertirán también en los más enojados.

Incluso el país más fuerte del mundo necesita amigos y aliados, como la ENS señala oportunamente en su texto. Pero a los aliados debe tratárseles como tales y permitírseles participar no sólo en la ejecución, sino también en el establecimiento de la política. La idea de crear coaliciones ad hoc de seguidores dóciles que se pueden elegir o descartar a voluntad no es ni atractiva ni sostenible a largo plazo. Los ciudadanos europeos y estadounidenses son miembros de una misma familia y comparten valores comunes, pero esa situación cambiará si los europeos llegan a la conclusión de que tienen poco que decir a la hora de establecer la definición, la promoción o la defensa de dichos valores compartidos. Los valores fundamentales son más duraderos que cualquier objetivo particular. Para que dure y prospere, la alianza trasatlántica debe ser más que una asociación ad hoc y puramente utilitaria.

El legado del pasado es realmente bastante alentador a este respecto: a la hora de la verdad, Estados Unidos y sus aliados europeos se encuentran en el mismo bando y actúan como verdaderos socios. A medida que transcurre el tiempo, subsiste la esperanza de que la relación entre Europa y Estados Unidos esté cada vez más moldeada por el vínculo entre Estados Unidos y la propia UE. Tras construir con éxito un mercado interno, crear el euro, y lanzar el proceso irreversible de reunificación del continente, la Unión Europea se enfrentará, en los próximos años, a la siguiente gran dificultad: establecer una política exterior fuerte y creíble. El éxito de esa tarea determinará en muchos aspectos el futuro de la relación trasatlántica. Abordar las principales cuestiones internacionales de las próximas décadas será mucho más fácil si EE UU puede trabajar junto a una Europa fuerte y confiada.

Una convincente victoria militar en Afganistán ha alimentado la confianza y la seguridad en sí mismo de Estados Unidos, y la ESN refleja el asombroso grado de supremacía estadounidense en cuanto a fuerza bruta. Tanto partidarios como críticos del uso drástico de la supremacía estadounidense (no todos los cuales residen en Europa) hablan cada vez más de tendencias imperiales. En opinión de Henry Kissinger, "Estados Unidos disfruta de una preeminencia no igualada siquiera por los mayores imperios del pasado". Sin embargo, quienes consideran a Estados Unidos como un nuevo imperio del siglo XXI deberían considerar las sabias palabras de Tucídides respecto a los atenienses: "La presente prosperidad había convencido profundamente a los atenienses de que nada podía resistírseles, y que podían conseguir lo posible y lo impracticable por igual, sin importar que lo hicieran con medios generosos o inadecuados. La razón para ello fue su extraordinario éxito, que los hizo confundir su fuerza con sus esperanzas".

El mundo moderno es complejo e interdependiente. La amplia agenda de seguridad a la que debemos enfrentarnos exige la posesión no sólo de fuerza militar sino también económica, diplomática e industrial. Como demuestra el reciente estudio llevado a cabo por el Consejo de Chicago para las Relaciones Internacionales y el Fondo Marshall Alemán de EE UU, las actitudes estadounidenses en política exterior para tratar una amplia gama de cuestiones internacionales demuestran un amplio respaldo a los planteamientos multilaterales de la política exterior, frente a los unilaterales, y muestran más disposición a utilizar la fuerza militar cuando se hace de manera multilateral que unilateralmente.Lo necesario y deseado -a ambos lados del Atlántico- no es el imperio estadounidense, sino el liderazgo estadounidense. "El precio de la grandeza", según sir Winston Churchill, "es la responsabilidad". Esas palabras transmiten un mensaje tanto a Estados Unidos como a Europa. A Europa, que aspira a la grandeza, le recuerdan que la influencia conlleva un precio y para ganarla hay que asumir obligaciones y deberes. A EE UU, que ha alcanzado la grandeza, las mismas palabras le recuerdan que el poder no sustituye a la persuasión, y que el poder ejercido con circunspección y legitimidad atraerá a los aliados y repelerá a los enemigos.

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