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Columna
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El poder, señores

Rafael Argullol

En un siglo como el siglo XX en el que el cine ha puesto rostro a las máscaras de la Historia es difícil sustraerse a la imagen de Marco Antonio ofrecida por Marlon Brando en la gran película de Joseph Mankiewicz Julio César. Aunque las representaciones de esta obra de Shakespeare deben de haber sido incontables a lo largo de la centuria, y a menudo con admirables actores, no hay duda de que el icono cinematográfico ha logrado arrasar, al menos en términos cuantitativos, las encarnaciones teatrales a las que originalmente apelaba el texto. Imaginamos y reconocemos a Marco Antonio a través de los rasgos de Brando y en una medida mucho menor -menos popular- a Bruto mediante los de James Mason, el otro gran protagonista de la película de Mankiewicz.

Me resisto a aceptar el embellecimiento que Shakespeare hizo de la figura de Marco Antonio respecto a las crónicas antiguas

El mito de Marco Antonio queda así ennoblecido al superponer un mito contemporáneo nuestro, el de Marlon Brando, al que hemos atribuido una determinada excelencia. Esto puede no gustar, pero resulta inevitable y debe de haber sucedido siempre que una época se apropia de personajes de épocas anteriores: se impone la aureola que necesita el presente por encima de la posible verdad del pasado. Todas las artes han contribuido siempre a esta operación. La literatura, la pintura, la escultura. Y de una manera muy singular el teatro. Y Shakespeare.

La interpretación que Marlon Brando hizo de Marco Antonio era casi insuperable, y también lo es la belleza poética de muchas de las palabras que Shakespeare le atribuye. Soy un admirador incondicional de una y otra, pero he aprendido a detestar el talante y el significado de Marco Antonio.

Me resisto a aceptar, por tanto, el embellecimiento que Shakespeare hizo de la figura de Marco Antonio, tal como se la presentaba en las crónicas antiguas, y me disgusta -aunque también me satisface como espectador- la brillante exaltación de ella propuesta por Mankiewicz. Tan ansioso de dominio como su protector Julio César, Marco Antonio está desprovisto de la generosidad y amplitud de miras de éste. Sin ningún escrúpulo, aunque calculador hasta la obsesión, aparece inmerso en un vértigo de destrucción cuyo único objetivo es el poder.

Si otros capítulos de su vida no parecieran suficiente bastaría aquel que le conduce al asesinato de Cicerón y, aún más, a la simbología que le rodea. Que Marco Antonio hiciera colgar la decapitada cabeza de Cicerón en la tribuna de los oradores de Roma desde la que éste había incitado a la defensa de la libertad republicana nos ayuda a comprender el verdadero alcance de su acto: el horror a la propia memoria de la ciudad. Paradójicamente quizá sólo podríamos poner en el haber de Antonio el hecho de que Marco Tulio Cicerón, tan dubitativo siempre, encarara la muerte con la ejemplar dignidad que se le atribuye.

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Simpatizo, en cambio, con lo que creo que significa Bruto en medio del caos provocado por los idus de Marzo, aunque bien pudiera ser que mis simpatías fueran en realidad por las ideas que le hemos atribuido: por su oposición a la tiranía o por el hecho de ser, como cantó Leopardi en un maravilloso poema, el último antiguo. Pero es difícil imaginarlo con perfiles nítidos. Shakespeare, al igual que los mismos historiadores romanos, lo describen con respeto y delicadeza, pero también como alguien que no puede escapar al claroscuro del momento y que, precisamente por demasiado respetuoso y delicado, es aplastado por los acontecimientos. James Mason, en la película de Mankiewicz, hizo una interpretación ajustada de una silueta de este tipo.

Es del todo probable, sin embargo, que Shakespeare no estuviera preocupado por este juego de simpatías y antipatías, por esa confrontación entre las figuras de Marco Antonio y Bruto, sino por algo mucho más elocuente en su tiempo, y en el nuestro: los mecanismos de persuasión y manipulación que solidifican el poder. Los grandes periodos de transición, en los que por lo general menguan los ideales morales, parecen apoyarse decisivamente en estos mecanismos. Podríamos entrever, de este modo, sugestivos paralelismos entre la Inglaterra isabelina que vio nacer los dramas shakespearianos y la Roma preimperial inaugurada con el asesinato de César; y quizá no fuera descabellado, tampoco, invocar ambas épocas para tener más luz sobre la actual. Así lo propone, por ejemplo, Àlex Rigola en la versión de Julio César representada estos días en el Teatre Lliure de Barcelona: la radical muestra del peligro que entraña la consigna, casi universal en la actualidad, del todo vale, un horizonte político en el que el más descarnado pragmatismo sustituye cualquier posibilidad de reflexión y, por tanto, de crítica.

En consecuencia Julio César sería un paisaje en el que no hay real confrontación de ideas puesto que dibuja un mundo en el que no debe haberlas. Ni siquiera las de un Cicerón, ausente, un Casio, él mismo un ambicioso, o un Bruto, envuelto en la melancolía crepuscular. En este paisaje nadie se mueve mejor que Marco Antonio, el persuasor, el comunicador, el retórico, el que está dispuesto a utilizar todos los cadáveres, como lo hace con el de César, para encauzar los remolinos de la opinión y justificar su dominio. A Marco Antonio no le harían falta las ideas porque se considera un domesticador de conciencia.

Desde este ángulo sí resulta indispensable la ejemplaridad como manipulador que le otorga Shakespeare o su traducción en voces inolvidables, como la que le presta Marlon Brando, para poner de relieve la esencia misma de la demagogia con el martilleo del cinismo: "And Brutus is an honourable man".

Se dice que cuando el sol declinaba sobre el foro romano, no lejos de donde César había sido asesinado, un mayordomo avisaba a John Ruskin, el escritor enamorado de la Roma antigua, y a sus invitados: "El crepúsculo, señores".

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