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Columna
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Con la Iglesia hemos topado

La ya famosa declaración de los obispos españoles en la que se definen como pecado determinadas opciones políticas ha recibido comentarios muy duros en los diversos medios de comunicación y, sobre todo, en esa nebulosa cada vez más activa y convincente que es la opinión popular. Pero, con algunas excepciones meritorias por su contundencia y su valentía, la crítica se ha localizado en el texto y pocas veces en la base social, en los tristísimos compromisos políticos que en general acarrea el catolicismo oficial en España desde hace siglos, unos compromisos que ni la transición ni la estabilidad democrática han sabido superar, borrándolos definitivamente del panorama. El mencionado texto es sólo un miserable exponente de una situación general que parece incluso afianzarse progresivamente. Ahora que el impacto ya pierde inmediatez ya no es suficiente la crítica particular al documento y hay que insistir en el papel abusivo y anticonstitucional que sigue asumiendo la Iglesia en muchos aspectos después de haber dificultado durante dos siglos la modernización de España.

Esto del Estado laico, no confesional, parece que no se lo haya creído nadie. De la misma manera que en Madrid no se han atrevido a derribar el monumento ecuestre a Franco y en Comillas siguen satisfechos con la dedicación de plazas y calles al Caudillo y a sus generales facciosos, en casi toda la España de pandereta -la que manda- la Iglesia católica sigue influyendo en la política con una mentalidad todavía manchada por las prebendas franquistas y por las antiguallas caciquistas. No sólo opina sobre lo que no tendría que opinar, sino que actúa a través de unos mandos subterráneos muy potentes.

El caso más escandaloso es el de la enseñanza. Ya me parece mal que se haya logrado introducir la enseñanza de la religión en los planes oficiales con martingalas de alcance histórico y filosófico y con malversaciones económicas que parecen próximas al fraude. Pero me parece peor que el Estado democrático -supuestamente soporte de los principios de igualdad del famoso trípode liberal- mantenga sin vergüenza la subvención a la enseñanza privada -en un 80% directa o indirectamente en manos de órdenes religiosas-, en detrimento de lo que antes se llamaba Instrucción Pública y que era la base de una enseñanza laica, obligatoria, gratuita e igualitaria.

La historia de eso que ahora se conoce con el eufemismo de escuela concertada fue una clara concesión a la Iglesia en aquel proceso de transición tan blandengue que no se atrevió a hacer lo que correspondía: suprimir la autonomía de enseñanza de las órdenes religiosas -como había hecho la República- o, por lo menos, someterla a la autoridad de los centros oficiales, como se hizo incluso en los primeros años del franquismo. Con la excusa del aumento de la población escolar y de las deficiencias de los centros oficiales, se zanjó el tema sin demasiadas discusiones. Incluso los partidos de izquierda mantuvieron un silencio pecaminoso y conllevante, quizás porque muchos de sus jóvenes dirigentes habían sido educados por los Jesuitas, los Escolapios o las Ursulinas -en el mejor de los casos- o se habían formado bajo el amparo de la equívoca oposición cristiana.

Parecía que con la reducción de la población escolar y el escaso pero real aumento de centros oficiales, las excusas quedarían inservibles. Pero la reacción de la Iglesia se ha vuelto a imponer: la enseñanza en España ya es manifiestamente un negocio privado y eclesiástico, subvencionado con los impuestos estatales. Y no es solamente un negocio: es la inteligente penetración de la ideología de las derechas recalcitrantes. Y, sobre todo, un sistema infalible para incrementar las diferencias sociales. Las medianas y altas esferas económicas no sólo tienen el apoyo del poder familiar, sino las facilidades de unas escuelas que seguramente no son las mejores -no lo son por culpa de su propio sectarismo- pero son, sin duda, más dotadas de medios y servicios, mientras la escuela pública se ve forzada a aceptar con presupuestos escasos las tremendas discriminaciones que aíslan a los inmigrados y los marginados. ¿En qué se ha convertido la Iglesia de los pobres?

Pero la enseñanza es sólo un capítulo. Los otros están diariamente a la vista de cualquier lector de noticiarios, desde las interferencias políticas a la intervención en lobbies económicos, desde las suplantaciones ideológicas hasta la creación de sectas beligerantes, desde la intervención en dudosas aventuras fiscales hasta la escandalosa participación en el IRPF. Todo ello en apoyo de unas proclamas doctrinales que ofenden el buen sentido y las buenas costumbres -contra el divorcio, la eutanasia, la anticoncepción, la homosexualidad, etcétera- y que retrasan la normalidad civilizada. Pero además debe ser un descalabro para los cristianos que quieren mantener honestamente su integridad y que no comparten esas extralimitaciones de la Iglesia. Ya es difícil justificar hoy cualquier religiosidad militante, pero en estas circunstancias parece ya imposible. Quizás a ellos les corresponda reclamar un cambio radical en los mandos de esa estructura religiosa que por lo menos nos haga olvidar su actitud política durante la República, la guerra y el franquismo y nos permita evitar las venganzas sanguinarias que hasta ahora han marcado nuestras revoluciones que, queriendo ser sociales, se vieron obligadas a ser violentamente antirreligiosas porque en la Iglesia se sublimaban las presiones sociales más inconfesables. No nos obliguen a topar otra vez con la Iglesia.

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