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Columna
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La puerta del cielo

Rafael Argullol

Los que creen que el arte ha muerto o no tiene ningún porvenir o se ha hecho definitivamente inútil -en especial, los que viven de estas afirmaciones, mercenarios de la necrofilia artística- harían bien en acercarse a la última exposición barcelonesa de Anthony Caro (en La Pedrera) y, con particular atención, a la escultura templo laberinto denominada El Juicio Final. Sería interesante saber qué creen una vez terminado el recorrido, si es que aún están en condiciones de ver más allá de sus visiones preconcebidas y de sus tópicos rutinarios.

Para los que nunca han creído en aquel prolongadísimo crepúsculo ni han confundido por completo el simulacro con la creación, el recorrido de la obra de Caro puede ser la confirmación del poder del arte para captar los signos más profundos de una época sin por ello abandonar la más radical libertad expresiva. Ante El Juicio Final palidecen toneladas de arte impotente y miles de páginas de teoría impotente sobre el arte. Es una obra que lleva dentro de sí lo que George Steiner llamó "presencias reales".

En 'El Juicio Final', de Anthony Caro, se hallan representadas las tres grandes tradiciones de Europa: la judía, la cristiana y la griega

Con todo, no deja de ser un experimento abrumador en la trayectoria de su autor, alguien que, de acuerdo con el título general de la exposición, se ha pasado su vida dibujando el espacio mediante la escultura. Discípulo de Henry Moore, Anthony Caro ha sido un privilegiado testigo del viraje de la escultura en el siglo XX. Frente al escultor tradicional, creador de figuras surgidas de la piedra o el metal, el escultor del último siglo ha tratado de horadar el espacio y aun el tiempo mediante el vaciado de formas arrebatadas a la materia. Partícipe de esta concepción, Caro se ha aproximado en algunas ocasiones a la abstracción grave y geométrica de Oteiza o Chillida, con quienes ha compartido la nobleza introspectiva del hierro; en otras, sin embargo, ha sido proclive al vuelo vertical de Julio González o Brancusi. Durante muchos años la obra de Anthony Caro ha comprometido la escultura con la ligereza, el movimiento y la luz. Éstos han sido sus grandes recursos para "dibujar el espacio".

Pero El Juicio Final se aparta abruptamente de estas premisas, como si, de pronto, el mundo ya no pudiera ser redibujado mediante la tríada gozosa de la luminosidad, la fluidez y la levedad. O, tal vez, en una perspectiva más histórica, como si el siglo XX -el siglo por el que ha transcurrido la existencia de Caro- debiera ser juzgado con el recurso a otros instrumentos.

Así la invitación al vuelo sensorial, tan recurrente en las obras de Caro, es sustituida por una exigencia diferente. En El Juicio Final el espectador es invitado a adentrarse en la propia escultura. Al hacerlo aparentemente entra en su templo aunque pronto percibe que se trata, asimismo, de un laberinto. La atmósfera tiene algo de carcelario y mucho de claustrofóbico. La luz ha sido sustituida por una oscuridad ocre; la ligereza, aplastada por una pesadez agobiante; el movimiento, vencido por un microcosmos estático y mórbido. Hay un magnetismo extraordinario en esa cueva del horror y de la piedad.

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Aunque la inspiración más inmediata de El Juicio Final haya sido la guerra de Kosovo apenas es posible albergar dudas sobre su proyección más universal. Es el entero siglo XX, con su inigualable balance trágico, el que está en el banquillo de los acusados. El espectador, atrapado él mismo en la escultura, asiste a las distintas secuencias de este juicio a medida que avanza por en medio de los 25 grupos escultóricos. Quizá no sea sólo el siglo XX sino que sea Europa misma -su historia, sus mitos, sus hazañas- la que está en el banco de la acusación puesto que Anthony Caro se muestra cuidadoso en el momento de elegir a los protagonistas de su laberinto.

En El Juicio Final se hallan representadas las tres grandes tradiciones de Europa: la judía, la cristiana, la griega. El espectador es transportado a la escalera de Jacob o a la danza de Salomé con la misma misteriosa complicidad con que es enfrentado a la traición de Judas, a la barca de Caronte o a la profecía de Tiresias. Pero junto a las raíces culturales y a las más explícitamente literarias -Virgilio, Dante, Joyce- llama la atención la presencia de lacerantes metáforas, tótemes sacrificiales casi, que están más allá de las tradiciones particulares y que pertenecen a todas las épocas porque no son patrimonio exclusivo de ninguna de ellas en particular: la confesión, los prisioneros, garita de torturas, carne, sin piedad.

Para poner en pie este teatro de sombras no le han faltado a Anthony Caro ilustres precedentes en el arte occidental, desde Giotto a Miguel Ángel, con el más inmediato de Rodin en el ámbito de la escultura. No obstante, ninguno de estos precedentes es suficiente para explicar la densidad de presencias convocadas por Caro mediante esos amasijos maravillosamente ordenados de cemento, latón, acero y madera. Al fusionar modernidad y tradición, al deshacer con tanta solvencia el falso dilema entre abstracción y figuración, Anthony Caro nos ofrece, pese a la negrura de su obra, un horizonte esperanzador para el propio arte.

Acaso en esta dirección el último grupo escultórico de El Juicio Final sea La puerta del cielo, una promesa de retorno a la luz o, cuando menos, de resistencia a la oscuridad que no debería caer en saco roto en nuestros días.

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