Terror contra terror
El Estado de Israel tiene derecho a tratar de impedir por medios militares la avalancha de atentados terroristas que se abate sobre su población, el último, ayer mismo contra un autobús cerca de Tel Aviv, en el que falleció una mujer. Esa actuación puede hasta llegar a ser preventiva, la del que golpea a quien sepa con razonable certeza que pertenece a las criminales filas de sus enemigos, notablemente Hamás y la Yihad Islámica. Pero eso no avala cualquier desproporción entre acción y reacción, cualquier represión a ojo, cualquier desprecio por la vida de los no combatientes.
Como tantas otras veces, esta semana una incursión de infantería, blindados y helicópteros israelíes en la banda de Gaza ha causado al menos 16 muertos palestinos -entre ellos, una mujer y varios niños- y más de un centenar de heridos. Y las víctimas no cayeron en una batalla contra un enemigo identificable. Al menos una decena de los muertos formaban parte de una multitud que salía de sus casas en el campo de refugiados de Jan Yunis cuando parecía que la tormenta bélica había amainado y un helicóptero disparó a la masa en movimiento.
El primer ministro israelí, Ariel Sharon -con la misma burocrática premura con que el líder palestino, Yasir Arafat, condena los atentados propios-, ha lamentado que en el caos natural de la refriega cayeran inocentes. Pero, por si alguien no le había entendido bien, reiteró que las operaciones de castigo, a bulto, no iban a cesar. Lo prueba la muerte de cuatro adolescentes palestinos en incidentes separados en la franja de Gaza y en el campo de refugiados de Rafah.
Si nada justifica la guerra contra civiles -ni la reconquista de la tierra ni la lucha contra el invasor-, es igual de condenable que un Estado que se dice democrático responda al terror indiscriminado con la indiscriminación de su propio terror. Sharon se ríe del mundo cada vez que habla de treguas y de reanudación de contactos políticos. Al igual que el terrorismo palestino, el Israel de Sharon no quiere la paz.